domingo, 25 de marzo de 2018

COHESIÓN LÉXICA Y GRAMATICAL DEL TEXTO "CANÍBALES", de Manuel Vicent

COMENTARIO REALIZADO POR
Estela Martí, 2º de Bachillerato IES Carles Salvador:


La cohesión es la propiedad textual que nos permite conocer la interrelación que se establece entre los elementos de un texto. De los dos grandes apartados en los que ésta se divide, nos encargaremos de la gramatical.

Entre los mecanismos gramaticales que cohesionan el discurso se encuentra el uso de elementos de referencia interna como son las anáforas numerosas a lo largo de todo el discurso, bien mediante el pronombre relativo “que” (l.1,3,4,6,8,9,10,12,18…) y el relativo “quienes” (l.13), desempeñando cada uno distintas funciones. También la elipsis forma parte de los elementos de referencia interna. Ésta está presente en las líneas 19 (depositará->Drácula: elisión de sujeto), 12 (es->usted: elisión de sujeto). Además el texto cuenta con dos catáforas recalcables: en la línea 9 “unos gigantes de la filosofía y de la ciencia, Pitágoras, Sócrates…” y en la línea 16 mediante del uso de dos puntos “Somos como nos quiere el poder: consumidores, autómatas…”

Los mecanismos de deixis externa son, principalmente, los referidos al emisor y al receptor. Para señalar la relación entre estos dos elementos del acto de comunicación, el autor utiliza (deixis personal) algunas marcas gramaticales como son las desinencias verbales de la primera persona del plural: “somos” (l.16) o demostrativos y pronombre personales: “nuestro” (l.7), “nuestra”(l.15) y “nos”(l.10,16,19). De este modo el autor establece conexión con los lectores, es decir, se establece una relación de complicidad entre un participante de la comunicación interna ( el autor) y uno externo (el lector).
En lo que a deixis temporal se refiere se pueden encontrar unos cuantos deícticos como “hoy” (l.3 y 17) y “aún” (l.10) que aumentan el grado de cohesión del texto relacionando elementos internos y externos al tiempo que relacionan el resto de elementos deícticos y los sitúa en la perspectiva de un amplio presente.

En cuanto a los conectores textuales, especialmente relevantes para esta propiedad textual y también para la coherencia, hallamos diferentes ejemplos: de tipo aditivo “y/e” ( l.11, 12, 15, 19), disyuntivo “o” (l.2), de contraste “pero” (l.18), u otro que introduce una idea para hacer una comparación “de la misma forma con que” (l.6) u otro para hacer referencia a una situación pasada “hubo un tiempo…” (l.9); todos ellos con la función de conectar distintos fragmentos del texto. Aún así, cabe recalcar que al final del texto los conectores escasean creando  una sensación de inquietud al lector.

En conclusión, nos encontramos ante un texto bastante cohesionado, mayoritariamente gracias a conectores y a mecanismos de referencia interna como las anáforas.





La cohesión léxica

La cohesión es la propiedad textual que nos permite conocer la interrelación que se establece entre los elementos de un texto, y concretamente, ahora comentaremos la cohesión que analiza los elementos sintáctica y léxicamente. Así pues, en este apartado comentaremos los elementos de repetición y las relaciones semánticas entre las palabras.

Para empezar, entre las repeticiones encontramos “conde Drácula” (l. 8,17 y 19), “cerebro” (l. 3 y 7) o “móvil/es” (l. 14, 17 y 20) “canibalismo” (l.1 y 3) y “mundo” (l. 4 y 17)
Después en lo que se refiere a los sinónimos hay diferentes ejemplos: “cebar” y “atiborrar”
(l. 6 y 12 respectivamente), “mundo” y “humanidad” (l. 17 y 11) o “festín” y “banquete” (l. 13 y 19).
Además, hallamos varias figuras retóricas como la alegoría del conde Drácula o el canibalismo digital, este último sobre todo en el primer y tercer párrafo. También encontramos un símil en el segundo párrafo donde comparan a los usuarios con patos atiborrados para obtener foie gras.
A continuación, vemos una gran variedad de hiponimia en relación a varios hiperónimos como el de la comunicación: “publicidad (l.12), “información” (l.12), “redes sociales” (l.7)... Este hiperónimo está estrechamente relacionado con el de la informática y la tecnología. Así pues hay distintos hipónimos: “bigdata”, “blockchains”  y “dispositivos móviles” (l.11), “inteligencia artificial” (l.14), “digital” (l.17), “aplicación” (l.20)... Otro hiperónimo relevante es el de la comida del que formarían parte los hipónimos: “hombre” (l.2), “canibalismo” (l.1 y 3), “gatronómica” (l.1), “comerse” (l.1), “nutritivo” (l.12), “atiborrado” (l.12), “se ceba” (l.6).

En conclusión, gracias a todos estos recursos el texto de Manuel Vicent presenta una gran cohesió. Con la alegoría que recorre todo el texto (Conde Drácula) Vicent consigue captar la atención del lector y hacerle ver de manera más clara cómo nos controlan las multinacionales de la informática. Esto mismo es lo que hace mediante otras metáforas y el símil: facilita la comprensión de la información por parte del receptor. Luego gracias al uso de los diferentes tipos de repeticiones y de campos semánticos el autor consigue tanto cohesionar el texto léxica y semánticamente como ayudar a asimilar mejor los múltiples conceptos de los que habla, pues nos aporta mucha información de manera contínua para conseguir así que se obtenga una visión global del tema en cuestión. Todo ello presente en los ejemplos, las apelaciones, las comparaciones, las definiciones...



domingo, 18 de febrero de 2018

ANÁLISIS DE LA MODALIZACIÓN DEL TEXTO "DOS ESPAÑAS", de Elvira Lindo


Comentario realizado por Estela Martí, 2º de bachillerato del IES CARLES SALVADOR, de ALDAIA:

DOS ESPAÑAS


La modalización es un mecanismo que se relaciona directamente con la subjetividad que muestra el emisor de un discurso. Para su análisis, pues, se deben analizar las marcas lingüísticas que el autor ha dejado en el texto: figuras retóricas, impersonalidad, modalidad oracional, léxico valorativo y deixis personal.

Empezando por la modalidad oracional, en este discurso predomina la modalidad enunciativa, debido a que la autora más que argumentar expone los hechos de una manera algo camuflada. Por esta razón es inusual que la modalidad predominante no sea la apelativa o imperativa, ya que suele ser la más utilizada en los textos expositivo-argumentativos. De este modo, al proporcionarnos verdades evidentes: “la ciencia es lenta” (l.10) “recibió un premio alemán” (l.4) da una sensación de mayor objetividad. Verdaderamente enmascara su opinión, pero esta se ve reflejada entre otras mediante la selección de datos (cifras, porcentajes…)

Además, otra importante marca lingüística de la modalización, es el léxico valorativo, que aunque no da esa impresión es de gran relevancia para complementar la información del discurso. Encontramos adjetivos como “entregado” “paciente” “sincera” “parca” en el segundo párrafo valorando positivamente a Guerri y su labor. En cambio, los sustantivos con los que se hace referencia a Amorós son muy distintos: “irregularidades” “trampas” “despilfarro” (l.21) pues son realmente negativos y se encuentran en una misma línea aumentando así su efecto en el lector.

Por otro lado, los recursos retóricos aportan al texto una ligera carga subjetiva con expresiones como: “echarse flores” (l.15-16) o “se les cae la cara de vergüenza” (tesis) aunque estas sean frases hechas o clichés. Incluso en el mismo título del texto encontramos una metáfora “Dos Españas”. Además hallamos una ironía de índole negativo en las líneas 19, 20 y 21 (tesis) donde se explica que pese a su mediocridad Amorós se autoimpone un sueldo desmesurado de manera ilegal mientras Guerri es humilde y talentosa.

También existen varios elementos de impersonalidad que proporcionan aparente objetividad a las palabras de la columnista. Algunos ejemplos son las reiterativas construcciones con ‘se’: “se sabe” (l.24) “se obtienen” (l.10)

Finalmente, uno de los rasgos de modalización de este texto, aunque no es el más destacado, es la deixis personal. Pocos ejemplos hallamos en los que se denote la presencia de Lindo “Hemos sabido” la única desinencia verbal donde gracias al plural sociativo incluye a los lectores en su conocimiento sobre el tema de que trata el discurso.
Por el contrario, sí que hay presencia clara en las desinencias verbales de tercera persona, ya sea plural o singular, de dos grupos: Guerri y su investigación VS Amorós y sus precedentes: “se obtienen resultados”(l.10) “ha destinado” (l.15) “ha dicho” (l.16) VS “ha sido” (l.18) “no le conceden” “los que la conocen”(l.19). Así, la autora consigue como con otros recursos dar más sensación de objetividad y de exposición de datos.

Resumiendo, aunque este texto a simple vista no está muy modalizado a causa de la ausencia de morfemas de la primera persona del plural o del singular y de la aparente objetividad mediante la tercera persona, encontramos rasgos modalizadores en el léxico y las figuras retóricas que son muy importantes, si bien estas últimas se encuentran al final de la columna junto a la tesis (aquí es donde se concentran más las marcas modalizadoras ya que la autora debe expresar su opinión).

VALIORACIÓN CRÍTICA DEL TEXTO "DOS ESPAÑAS", de Elvira Lindo

Valoración realizada por Raúl Mena, de 2º de bachillerato del IES CARLES SALVADOR, de Aldaia

El texto Dos Españas publicado en el País el 5 de octubre de 2011 trata, sin duda, de un tema de actualidad que afecta mayoritariamente a los grandes talentos y trabajadores, como en este caso, en la ciencia, que no se ven aprovechados en nuestro país debido al carente apoyo económico en las ramas que ellos trabajan.

Actualmente, en esta situación se da el caso de que aquellos prodigios que se forman en nuestra tierra, al salir al mercado laboral deben marcharse debido, principalmente, a la falta de apoyo económico, a otros países donde existe un verdadero interés y soporte hacia aquellos proyectos en relación con el avance en las investigaciones para mejorar la vida humana, que desgraciadamente en nuestro país se ve afectada por culpa de comportamientos avaros como el relatado en el texto.

La situación que describe este texto está relacionada directamente con la ''fuga de cerebros'' que ocurre constantemente, puesto que hay países que tienen en consideración el trabajo y talento de científicos, investigadores, etcétera, a quienes se apoya financieramente para que puedan hallar resultados en aquello que trabajan, y que, por desgracia, en nuestro país deben financiar muchas de las veces de sus propios bolsillos.


En mi opinión, la gestión financiera debería recaer en manos de quienes verdaderamente entiendan sobre esto y, además, tengan la consciencia social necesaria como para comprender que los avances, como en este caso, científicos, son en beneficio común a toda la especie humana y que vale la pena apostar por financiar asuntos importantes, y dejar de pensar, aunque sea un solo instante, en el beneficio propio.

miércoles, 14 de febrero de 2018

COMENTARIO CRÍTICO DEL TEXTO "DOS ESPAÑAS", de Elvira Lindo. Publicado en EL PAÍS en octubre de 2011


Comentario realizado por Nuria Sánchez, 2º de bachillerato del IES CARLES SALVADOR, de Aldaia.

A continuación del comentario está el texto periodístico.


COMENTARIO CRÍTICO DEL TEXTO “DOS ESPAÑAS”.                          

        
El texto “Dos Españas”, de Elvira Lindo, es un artículo de opinión perteneciente al ámbito periodístico. En concreto se trata de un texto expositivo argumentativo, aunque difiere de su habitual estructura interna. Su estructura formal consta de 3 párrafos. A continuación, expondré la relación entre ambas.
Como se ha dicho previamente, este texto no presenta la típica estructura tripartita. En él se utilizan los dos primeros párrafos y parte del tercero, desde la línea 1 hasta la 22, para exponer una situación. Sin embargo, a lo largo de esta exposición se presentan argumentos de datos a favor o en contra de quien se habla. De este modo disfraza su opinión con una aparente objetividad. En el primer párrafo se cuenta cómo Guerri ha obtenido un premio en el extranjero por su gran labor de investigación. En el segundo párrafo se sigue contando la historia de Guerri, la dedicación laboral y financiera de la investigadora. Y en las últimas líneas de esta exposición se habla de la avergonzante actuación de Amorós que contrasta con la de Guerri.
Por último, en las líneas 22,23 y 24 se halla la conclusión. En ella se hace explicita la opinión de la autora, pues es donde se encuentra la tesis que se podría enunciar cómo: “Qué vergonzoso es el hecho de que gente corrupta corruptos esté despilfarrando dinero, mientras que los investigadores van en busca de recursos para poder seguir adelante con sus estudios”. Al encontrarse la tesis al final del texto se define una estructura ,
Por otro lado , el tema del texto se podría formular cómo: “Crítica ante la desigualdad entre los grandes corruptos y los autofinanciados científicos”.
 Y el resumen seria: La bioquímica Guerri lleva 30 años estudiando los efectos del alcohol, investigación que le ha llevado a recibir un merecido premio, pues para poder llevar a cabo sus largos, y no siempre fructíferos, experimentos, dona el dinero obtenido en conferencias y premios. Esto contrasta con la vida de gente como Amorós, que se atribuye exorbitados sueldos obtenidos a través de varias trampas, y al mismo tiempo lee cmo científicos reconocidos sufren para seguir adelante sin avergonzarse. 






En el Instituto Príncipe Felipe de Valencia trabaja la bioquímica Consuelo Guerri. La señora Guerri lleva 30 años investigando sobre las consecuencias que tiene el alcohol sobre el cerebro, no solo en el de un consumidor adulto sino en un cerebro en formación, como el del feto. La señora Guerri recibió hace unos días el premio alemán Manfred Lautenschläger en reconocimiento a una labor brillante que ya ha dado reconocidos frutos.
Alguien, no ella, informó de que la investigadora había decidido donar los 25.000 euros de dotación del premio a su propio laboratorio, a fin de poder seguir contando con el equipo de becarios sin cuya asistencia sería imposible continuar con un proyecto del que no se obtienen resultados de un día para otro. La ciencia es lenta. Precisa de gente entregada y paciente, porque hay experimentos a los que se dedica mucho tiempo y no dan el resultado anhelado. Hemos sabido también que no es la primera vez que esta mujer de 60 años ha donado dinero para su laboratorio. En ocasiones, los 3.000 euros que ha ganado por impartir una conferencia los ha destinado directamente a material de trabajo. Guerri, sin echarse flores, sincera y parca, ha dicho que un año de parón en un proyecto puede provocar un retraso de 10 años a nivel científico.
María Dolores Amorós ha sido directora general de la Caja de Ahorros del Mediterráneo. Los que la conocen no le conceden excesiva personalidad a su gestión, salvo en el detalle significativo de haberse mantenido fiel al historial de irregularidades, trampas y despilfarro de sus antecesores, y de haberse atribuido un sueldo de 600.000 euros al año y una pensión vitalicia de 370.000. Ni a ella ni a los otros se les conocen intentos de renunciar a ese capital. Tampoco se sabe si no se les cae la cara de vergüenza cuando leen una historia como la de Consuelo Guerri.

martes, 6 de febrero de 2018

MIGUEL HERNÁNDEZ: ESTUDIO DE SU OBRA

TRADICIÓN Y VANGUARDIA EN LA POESÍA DE MIGUEL HERNÁNDEZ


  La adscripción  de Miguel Hernández a un grupo generacional es una tarea complicada. Hay críticos que lo sitúan entre las generaciones del ’27 y la del ’36. Con  esta última coincidiría en el momento de nacimiento y publicación de primeros poemas, así como algunos conceptos temáticos y compositivos. Con la Generación de los Lorca, Salinas, Cernuda, Aleixandre, etc, lo uniría su genial fusión de la poesía tradicional castellana y las corrientes de vanguardia.  
Miguel Hernández absorbió desde sus ávidas lecturas de adolescente a los clásicos del Siglo de Oro,  y, desde muy pronto, a poetas contemporáneos como Machado o Juan Ramón, o los poetas de la Generación´27. En sucesivos viajes a Madrid, Miguel intentó contactar con los poetas de primera línea, los poetas del 27, para conseguir un lugar entre ellos y configurarse una voz literaria propia. Sin embargo no consiguió con ellos un contacto tan cercano como hubiese querido. Tan solo con  Vicente Aleixandre tuvo con una relación más intensa. Lo cierto es que Hernández aprehendió la poética de la Generación del 27, moviéndose en torno a su estela, homenajeándola en su poesía, a la vez tan personal y original; de ahí que la fusión entre tradición y vanguardia sea una característica que una a Hernández y al grupo poético del 27. En esa fusión se aprecia la pulsión de diferentes vectores:

 a) La tradición literaria:

 • Los clásicos del Siglo de Oro, desde San Juan de la Cruz, Fray Luis y Garcilaso (no sólo sus sonetos, sino también sus églogas) hasta los poetas del Barroco: el trágico sentir del amor en los sonetos de Quevedo, -línea que se percibe en El rayo que no cesa- (sus sonetos amorosos y su neopopularismo) y, sobre todo, la metáfora hermética de la poética de Góngora -en Perito en lunas- (homenajeado precisamente en 1927, lo que provocó la nominación del grupo poético o generación de Lorca, R. Alberti, V. Aleixandre, L. Cernuda, J. Guillén, R. Salinas, D. Alonso, G. Diego, E. Prados y M. Altolaguirre). • La poesía de Bécquer, presente en los comienzos de los jóvenes del 27, por lo que tiene de Romanticismo depurado por la pureza, la desnudez y la técnica del Simbolismo. • El neopopularismo, versión culta de nuestra formas populares (el Romancero, el cancionero tradicional) –sobre todo en su última época, en el Cancionero y romancero de ausencias-. No debemos olvidar que los mismos poetas del Barroco habían cultivado la fusión entre la poesía culta y la poesía popular (de ahí los romances, las letrillas y las canciones populares de Góngora, Quevedo y, sobre todo, de Lope). Ese mismo cultivo se apreciaría después en los “cantares” y “decires” de Antonio Machado y sería recogido en el neopopularismo de romances y canciones de poetas del ’27 como Lorca y Alberti.

 b) El magisterio de la generación inmediatamente anterior: 

• La poesía simbolista-modernista de Rubén Darío, cuyo magisterio es fundamental para la modernización poética de nuestras letras al entrar en el siglo XX. • La poética de Juan Ramón Jiménez, el maestro primigenio de la Generación del 27: su “poesía desnuda”, siguiendo la estela de la “poesía pura” de P. Valéry, orientó la trayectoria poética de los primeros años veinte. A su vez, la “desnudez” preconizada por Juan Ramón, unida a la “pureza” de Valéry, estaba imbricada en el concepto que por entonces acuñó Ortega y Gasset de la “deshumanización del arte”, piedra de toque del Novecentismo –fundamentalmente en el ciclo de Perito en lunas-.

 c) Las vanguardias literarias: 

• Dentro del concepto de la “deshumanización del arte” que busca una “poesía pura”, asentimental y hermética, depurada de “anécdota” humana, de confesionalismo romántico, las vanguardias buscaron un lenguaje propio que hiciera del poema un “artefacto artístico” basado, sobre todo, en la audacia de la metáfora. En este entorno se mueve el Ultraísmo de G.de Torre (fusión española del Futurismo y el Cubismo) y el Creacionismo del chileno afincado en París V. Huidobro, al que siguió en sus comienzos Gerardo Diego. Tanto Hernández como los poetas del 27 absorbieron estas audacias vanguardistas en su primera etapa, en los años veinte.
 No lo hacen, sin embargo, de una forma iconoclasta sino innovadora, cribando las estridencias (asumen sin ruptura): absorben la audacia metafórica, como lo hacen con el gongorismo, sin romper totalmente el hilo “humanizado”, porque la tradición y el magisterio de los poetas antes mencionados siempre están presentes (gongorismo y ultraísmo se funden, por ejemplo, en las octavas que encadenan metáforas en Perito en lunas). • Con los años treinta, a partir de A. Breton en Francia y Juan Larrea en España, irrumpe otro movimiento de vanguardia, el Surrealismo, que implica una “rehumanización del arte”, un nuevo romanticismo e irracionalismo que dará cabida a lo humano, e incluso o social y político. Esta irrupción liberadora y humanizadora implicará una renovación de la imagen poética y una reivindicación de la “poesía impura”, algo que lleva a cabo Neruda en su revista «Caballo verde para la poesía» en 1935 y que tiene entonces uno de sus máximos exponentes en el poemario La destrucción o el amor  de V. Aleixandre, que se convirtió en el libro de cabecera de M. Hernández, y que influyó de manera decisiva para la composición de El rayo que no cesa. • No podemos olvidar al pionero de las vanguardias en España, Ramón Gómez de la Serna, que ejerció su magisterio entre los jóvenes poetas de los años veinte. De él, sobre todo, queda el espíritu de la greguería (metáfora + humor), el trabajo poético para encontrar la metáfora insólita y conceptual que nos viene a la cabeza cuando leemos los “acertijos poéticos” encerrados en octavas de Perito en lunas.

Una magistral simbiosis entre las fuerzas de estos vectores se puede apreciar tanto en los poetas del 27 como, a través de ellos, en Miguel Hernández, poeta que conjuga una gran permeabilidad ante las influencias y una originalidad enome. 
Así, en su etapa de aprendizaje, en Orihuela, Miguel Hernández lee y absorbe en su poesía a los clásicos greco latinos y castellanos, Virgilio, Garcilaso y Fray Luis, a Quevedo, Calderón y Lope, a Góngora, y a contemporáneos a Machado, Juan Ramón y a su admirado paisano G. Miró. Es la etapa en la que se encuentra bajo el influjo de Ramón Sijé, quien forjó en él la militancia católica y el amor a los clásicos. 
Pero a partir de 1927, el poeta orioliano entra en contacto con Góngora a través de la Generación del 27: la metáfora pura y hermética gongorina será asumida entonces como el paradigma del hermetismo del lenguaje poético de la “poesía pura”. Desde ese momento, los modelos para Hernández a la hora de cincelar sus imágenes poéticas serán Lorca y, sobre todo, la “poesía pura” de J. Guillén. En ese sentido, Perito en lunas (1933) se adscribe a la “poesía pura” que alumbró los primeros pasos de la Gen´27 en los años veinte; de ahí las citas explícitas de Paul Valéry, Góngora y Jorge Guillén. 
Sobre este fondo, la estética de este  primer poemario hernandiano se concreta en tres ejes que fusionan tradición y vanguardia: 
a) El gongorismo, que le proporciona el esquema métrico cerrado de la octava real, las fórmulas sintácticas, el hipérbaton recurrente, el gusto por un léxico cultista y las imágenes metafóricas complejas. 
 b) Un vanguardismo tardío, cubista y ultraísta, que enriquece el hermetismo y la imaginería de sus poemas. 
c) El hermetismo intenso y lúdico que convierte al poema en lo que Gerardo Diego llamó “acertijo poético”, adivinanza lírica que juega “con el deleite de la agudeza, de la emoción” y que se nutre del mundo de la huerta oriolana con una sensualidad levantina próxima a la mirada de G. Miró.  En efecto, Perito en lunas toma sus motivos de la realidad inmediata del poeta: los poemas son “cuadros” en los que quedan transmutados metafóricamente elementos cotidianos de la vega de Orihuela. En la pirotecnia verbal de estas octavas gongorinas late una contemplación recreadora, iluminada (por la luna, metáfora de luz, reflejo), de la realidad inmediata, percibida con sensualidad y sensorialidad. Podemos hablar, en fin, de un clasicismo vanguardista a la hora de abordar la “poesía pura”: la imagen vanguardista cercana a la greguería se funde con la metáfora gongorina en octavas reales.

 Cuando Hernández concibe El rayo que no cesa (escrito en 1935 y publicado en enero de 1936), vive una crisis amorosa y personal que deviene correlato de su viraje estético. El poeta abandona ya el influjo religioso y clasicista de Sijé así como el de la “poesía pura” y sigue la estela de Neruda (Residencia en la Tierra) y V. Aleixandre (La destrucción o el amor), la de un nuevo romanticismo de la mano del Surrealismo que implica una “rehumanización del arte” (la “poesía impura”).
Es, pues, la estela de la segunda etapa, ya en plenos años treinta, de la Gen´27 y su entorno. 
Pero este poemario de amor trágico funde esa concepción poética (“poesía impura” y metáfora surrealista) con la tradición:  
a) Trabaja la métrica clásica: domina el soneto quevedesco (la Gen´27 tiene grandes sonetistas) y hay tres composiciones en silvas, redondillas y tercetos encadenados.
 b) La estructura y los componentes temáticos del poemario nos remiten al modelo del “cancionero” de la tradición del “amor cortés” petrarquista. Así, su experiencia (pena-herida) amorosa se articula en tres tópicos dominantes: la queja dolorida, el desdén de la amada y el amor como muerte.  
c) La “herida” de amor tiñe el poemario de un tragicismo que emana de la vivencia amorosa como una fatal tortura y encuentra sus modelos clásicos en el “doloroso sentir” del lamento garcilasiano y, sobre todo, en el “desgarrón afectivo” de Quevedo; en efecto, muchos de los sonetos de este poemario, los más desgarradores, tienen un hálito quevedesco (su sentir trágico, su manera de transmutar el sufrimiento amoroso en un dolor físico…).

 Al irrumpir la guerra, Miguel Hernández se convierte en un “poeta soldado” con Viento del pueblo: comienza el tiempo de la poesía comprometida, poesía de guerra y denuncia y poesía de solidaridad con el pueblo oprimido. Hernández busca ahora una poesía más directa que recrea, en muchos momentos, su carácter oral (algunos eran poemas leídos para arengar en el frente), de ahí el empleo abundante del romance y del octosílabo (metro popular e inmediato que hunde sus raíces en la poesía tradicional); pero, junto a estas formas, el poeta también cultiva metros más solemnes, de tono épico y de desarrollo amplio que remiten a la “poesía impura” («Canción del esposo soldado» o «Las manos»). Esta concepción de la “poesía como arma” [“arma cargada de futuro”, dirá años después Gabriel Celaya] que domina Viento del pueblo implica que lo lírico cede a lo épico. La imagen vanguardista, la metáfora surrealista, se funden con el neopopularismo en el tono y la métrica: Miguel Hernández busca formas regulares tradicionales para contener su entusiasmo combativo y, además, llegar al pueblo. A las cuartetas («Aceituneros» / «Niño yuntero»), se suma el romance, apto para los ritmos épico-líricos («Vientos del pueblo»); también cultiva formas polimétricas con libre combinación de alejandrinos, endecasílabos y heptasílabos rimados. Después, el tono vigoroso, entusiasta y combativo de Viento del pueblo se atempera en El hombre acecha ante la realidad brutal del curso de la guerra: comienza la introspección pesimista. Ahora, el verso de arte menor (heptasílabo y octosílabo) y la rima asonante de romancero dejan espacio al empleo del endecasílabo y el alejandrino y las distribuciones sobre rima consonante. Con todo, El hombre acecha está menos sometido a la rima y, por lo general, sus composiciones son más extensas; con ello se reafirma el verso libre de la “poesía impura”. 
 Finalmente, con Cancionero y romancero de ausencias (1938-1941), intenso diario íntimo de un tiempo de desgracias, la oscura desolación del poeta quiere componer un canto (cancionero) desnudo y un cuento (romancero) emocionado de una vida “herida” de muerte. Hernández completa el profundo proceso de introspección intimista que venía experimentando su poesía desde El hombre acecha, correlato del proceso de esencialización y de desnudez poética a la que llega el Cancionero y romancero de ausencias, lo que no sólo repercute en los símbolos y en las imágenes poéticas surrealistas y expresionistas, sino también en las formas poemáticas, que se ciñen a los escuetos esquemas de la canción tradicional o se encauzan en formas romanceriles con dominio de la rima asonante. Con ello, Miguel Hernández entronca con una corriente revitalizadora del “cantar” que se abre con el ambiente posromántico (Bécquer, Rosalía de Castro), que continuará luego con Antonio Machado (Nuevas canciones) y que dominará en el neopopularismo del grupo del 27, que, a su vez, entroncaba con el cultivo de los moldes de la poesía popular por parte de los clásicos (sobre todo, Lope de Vega, pero también San Juan de la Cruz o Gil Vicente).  Nuevamente, la tradición ofrece sus moldes a la vanguardia.




EL AMOR EN LA POESÍA DE  MIGUEL HERNÁNDEZ


La poesía de Miguel Hernández se modula en torno a tres grandes motivos, tres grandes asuntos que todo lo invaden y determinan, y que, por otro lado, son los tres grandes temas de la poesía de siempre: la vida, el amor y la muerte (el vivir, el amar y el morir pugnan con idéntica insistencia por dominar su aliento poético). Así lo resume el poeta, en Cancionero y romancero de ausencias, con este célebre poema:

Llegó con tres heridas: la del amor, la de la muerte, la de la vida.

Con tres heridas viene: la de la vida, la del amor,  la de la muerte.

Con tres heridas yo: la de la vida, la de la muerte, la del amor.

El mundo poético de Miguel Hernández se puede concentrar, pues, en este hondo tríptico de elementos en perfecta correspondencia mutua: Vida = Amor + Muerte Muerte = Vida + Amor Amor = Muerte + Vida

La metáfora de la herida, perteneciente al lenguaje del amor-pasión de los cancioneros medievales y de la mística, se convierte en el vehículo simbólico de toda la existencia hernandiana.  Observemos ahora cómo se modula la temática del amor en relación con los otros polos de la vida y la muerte, en una perspectiva de la producción poética hernandina.

 Con la sorprendente aventura metafórica de Perito en lunas se inicia la etapa gongorina de Miguel Hernández, donde el poeta desarrolla un decidido ejercicio de expresión plástica de la naturaleza en la que se ponen de relieve sus grandes pasiones, vinculadas aquí a la naturaleza, pero no sólo la unida a su paisaje personal levantino (palmeras, azahar, granadas, sandía, higueras…), sino también la referente a su humana vitalidad, tan ricamente expresada con imágenes de potente y encendido sensualismo. 
El tema del amor aparece en esta época plasmado desde un enfoque optimista, vitalista y carnal-sensual. En efecto, no sólo fueron los elementos tradicionales de su naturaleza levantina los que formaron parte del mundo poético de este primer libro, pues entre los poemas de este libro hay algunos de una sensualidad encendida que revelan el vitalismo natural que Miguel quiso imprimir a su poesía, siempre como reflejo de su sensibilidad y de sus pasiones. Así, el notorio hermetismo que caracteriza todo el poemario se convierte también en clave expresiva de irrenunciables manifestaciones de sensualidad. En la Orihuela de los años treinta, y en los ambientes en que Miguel Hernández se desenvolvía, no debía ser frecuente que un poeta dedicase una poesía a entretenimientos sexuales como los que Miguel recoge, como en la octava «Sexo en instante» presidida, significativamente, por una cita de Góngora y otra de Guillén. También en la octava “Negros ahorcados por violación” encontramos, dentro de la más estricta retórica gongorina de los años veinte y treinta, sobre una sólida estructura metafórica, un profundo simbolismo sensual/sexual: “fuego de arenal” (el deseo irrefrenable), “náufraga higuera” (el falo), “nácar hostil” (cuerpo femenino), “serpiente” (símbolo fálico / deseo).

El enfoque del poeta sobre el amor va modulándose y matizándose a lo largo de su trayectoria escritural. Tras el encendido vitalismo sensual de sus inicios, Miguel Hernández encuentra su voz y su “herida”, la del amor (su muerte y su vida), con El rayo que no cesa. Ciertamente, este poemario nos revela por primera vez la inmensa “herida” de su interior, encarnada en el “rayo” y el “cuchillo” fatídico y amenazante, que tiñen de sangre los temas del amor y de la vida: “Un carnívoro cuchillo / de ala dulce y homicida / sostiene un vuelo y un brillo / alrededor de mi vida” [“Un carnívoro cuchillo”]. 
El amor es pasión atormentada por el anhelo insatisfecho y unas ansias de posesión frustradas; en sonetos de gran intensidad lírica el poeta pena de amor.  En este “penar” por amor, un amor humano y apasionado, vívido y vivido, el poeta depura su artificioso lenguaje neogongorino a favor de metáforas fluidas e intensas, desagarradas, enérgicas e hirientes. Así, la pena ya no es sólo “cardo”, “zarza” o “arado” sino también “huracán de lava”, “rayo”, “carnívoro cuchillo”…; la melancolía de enamorado deviene herida, “picuda y deslumbrante pena”, pasión desagarrada. La herida del amor (rayo/cuchillo) se encarna, además, en el símbolo trágico del “toro” (“Como el toro he nacido para el luto”).  En El rayo que no cesa , la “voz herida” del enamorado ha madurado tiñéndose de tragicismo: el motivo central será el amor vivido como fatal tortura. Sus modelos clásicos (el “dolorido sentir” de Garcilaso y el “desgarrón afectivo” de Quevedo) y sus modelos actuales (Aleixandre, Guillén, Neruda) quedan asumidos y autentificados tal vez por su propia experiencia amorosa: el descubrimiento de la pasión amorosa, encendida (de “calentura”) y dolorosa por imposible (Maruja Mallo), el desaliento por la esquivez, el recato y la distancia de la novia (Josefina Manresa) y el amor como lejanía platónica inalcanzable (María Cegarra).  
   A su vez, la estructura y los componentes temáticos del poemario nos remiten al modelo del “cancionero” de la tradición del “amor cortés” petrarquista. Así, su experiencia (pena) amorosa se articula en tres tópicos dominantes: la queja dolorida, el desdén de la amada y el amor como muerte. Ciertamente, el poeta vive su pasión amorosa como una tortura, un permanente sufrimiento (“Umbrío por la pena, casi bruno”). Desde este estado de tortura íntima, el poeta se representa como una hipérbole de la pena de amor (en la segunda estrofa de «Un carnívoro cuchillo», el “yo” lírico identifica su tormento con el suplicio al que fue castigado Prometeo, al que un ave depredadora le devoró las entrañas: el “rayo…picotea mi costado y hace en él un triste nido”).  Por su parte, la amada aparece siempre como inaccesible o esquiva; ante ese desdén, el poeta no duda en expresar su sumisión incondicional, su “vasallaje”, en “Me llamo barro” (he aquí otro eje temático del “cancionero” tradicional).  Además, en esta vivencia trágica, tensa y conflictiva del tormento de amor, el poeta, como el “toro”, vive a menudo la pena de amor como muerte (“Como el toro he nacido para el luto”).  No faltan tampoco, como en todo “cancionero” amoroso, poemas de circunstancias que recrean anécdotas o situaciones del juego amoroso (juego siempre de amor esquivo): “Me tiraste un limón, y tan amargo”, (el “limón”: pecho femenino).

 La imaginería dominante en este poemario del penar amoroso se centra en una serie de símbolos recurrentes con los que el yo poético trata de expresar su desgarro amoroso: 

 a) El “toro”, que representa la figura del amante: por un lado, remite a las fuerzas elementales de la virilidad, el arrebato noble (“mi corazón desmesurado”) y los ímpetus de la sangre; por otro lado, es el destino trágico (“mi corazón vestido de difunto”) de una lucha que lleva irremediablemente a la muerte (con la “espada”, otro símbolo hernandino de la pena: “silencio de metal triste y sonoro”).

 b) Instrumentos de dolor y tortura, hirientes, como es el “cuchillo” (también la “espada”, “guadaña”, “espina”, “puñales, “martillo”, “hachas”, “piedras”). Se trata de símbolos de las heridas de amor (tormento de amor) y muerte.

 c) Fenómenos atmosféricos que remiten a un estado de convulsión, de pasión desatada: “huracán”, “vendaval”, “tormenta” y, sobre todo, el “rayo”, que visualiza la fuerza aniquiladora de la pasión amorosa.

Con toda esta imaginería, el poeta, además, traslada de un modo muy gráfico la vivencia del dolor amoroso a la esfera del dolor físico (con sensaciones igualmente extremas): “el rayo…picotea mi costado”, “tengo estos huesos hechos a las penas”, “este rayo me habita el corazón de exasperadas fieras”, “la lengua en corazón tengo bañada”, etc.

El amor humano puede estar reflejado en el deseo y anhelo del ser amado, o puede plasmarse como amor ofrecido a la humanidad completa, a los semejantes al poeta que sufren y mueren. 

La difícil situación política y social del primer tercio del siglo XX,  el ambiente generado por las graves revueltas obreras, y el estallido de la Guerra Civil en julio de 1936, arrastran a Miguel Hernández a una poesía de testimonio y denuncia. 

Los acontecimientos reales despiertan en él una conciencia de responsabilidad colectiva; comprende el poder transformador de la palabra, su posible función social y política. La solidaridad será a hora el lema de Miguel Hernández. Fruto de esa necesidad de compromiso será su poemario Viento del pueblo. Comienza, pues, el tiempo de la poesía comprometida, poesía de guerra y denuncia y poesía de solidaridad con el pueblo oprimido. Miguel Hernández busca ahora una poesía más directa que recrea, en muchos momentos, su carácter oral (algunos eran poemas leídos para arengar en el frente), de ahí el empleo abundante del romance y del octosílabo (metro popular e inmediato que hunde sus raíces en la poesía tradicional); pero, junto a estas formas, el poeta también cultiva metros más solemnes, de tono épico y de desarrollo amplio que remiten a la “poesía impura” (he ahí «Canción del esposo soldado» o «Las manos»). Se trata de una “poesía de urgencias”, que nace en unas circunstancias socio-históricas muy precisas, con el alma y los ojos puestos en el combate; sin embargo, la madurez expresiva del poeta es innegable y los temas, cargados de ideología (incluso propaganda), van desde la elegía a la exaltación heroica pasando por lo sarcástico, lo beligerante, lo amoroso y, sobre todo, lo social.  
En este contexto, el tema del amor se funde con la poesía de combate y se supedita al enfoque político-social, como podemos ver en la “Canción del esposo soldado”: ahora el poeta canta su amor, encendido por una pasión erótica de dimensiones casi bíblicas (remite al “Cantar de los cantares”), a la esposa, la compañera, preñada de su simiente. El amor queda insuflado del tono épico que preside el poemario y se funde con la lucha social. Sigue presente Quevedo, pero no para plasmar el desagarro de la pena amorosa, sino para cantar la posibilidad de un “amor más allá de la muerte”. El amor se hace “cántico”; la amada, “esposa”; el poeta, “soldado”; y el hijo que esperan, “símbolo de la victoria de la República”.

Según avanza la guerra, la posibilidad de la victoria se aleja y el espectáculo cruento del enfrentamiento fraticida se intensifica. En otoño de 1937, el poeta está cansado y, pese a la alegría del nacimiento de su primer hijo, Manuel Ramón, el 19 de diciembre de ese año, su voz se acoge a un progresivo intimismo pesimista que le hace interiorizar el espantoso espectáculo bélico que hace tambalear su fe en el hombre. Es el tiempo de la preparación de su segundo libro de guerra, El hombre acecha. 
Así, el tono vigoroso, entusiasta y combativo de Viento del pueblo se atempera en El hombre acecha ante la realidad brutal del curso de la guerra: la voz del poeta pasa de cantar a susurrar amargamente, el lenguaje se hace más sobrio, el tono más íntimo (hay menos retórica y más silencio elocuente, menos mayúsculas y más palabras desnudas, menos héroes y más víctimas). Cierto, se va apagando la exaltación de héroes y se va encendiendo el lamento por las víctimas. Así, el hombre, con sus odios que todo lo salpican, no deja ver el paisaje: “Se ha retirado el campo / al ver abalanzarse / crispadamente al hombre” (en “Canción primera”, poema que termina con una sentencia: “Hoy el amor es muerte, y el hombre acecha al hombre”).  Del mismo modo, del “cántico” erótico-amoroso del poeta -“esposo soldado” se pasa ahora a una comunicación más íntima, alejada del tono épico, a la “carta”. Así, en «Carta» (pp.257-260), el poeta soldado y todos los soldados, “malheridos por la ausencia” y “desgastados por el tiempo”, esperan cartas de amor; el amor es ahora la única esperanza entre la crueldad de la guerra, una emoción que conserva ternuras en “el palomar de las cartas”: “Mientras los colmillos crecen, /cada vez más cerca siento / la leve voz de tu carta / igual que un clamor inmenso”.

Con los últimos y trágicos bandazos de la República, la vida de Miguel entrará en una zona de sombra de la que no saldrá. Vivirá la muerte de su hijo, Manuel Ramón, el 19 de octubre de 1938, sin contar todavía un año de vida. El nacimiento de su segundo hijo, Manuel Miguel, poco después, a comienzos de 1939, sólo compensará en parte tanta tragedia. Este hijo suyo, a quien dedica sus «Nanas de la cebolla», no conocerá a su padre en libertad. Acabada la guerra, Miguel Hernández es detenido en mayo de 1939. Al poeta sólo le quedará la cárcel, el sufrimiento y la muerte.

En septiembre de 1939, al salir de la cárcel y antes de volver a ser detenido definitivamente, Miguel Hernández entregó a su esposa un cuaderno manuscrito con poemas que había titulado Cancionero y Romancero de ausencias. Con este último poemario, Miguel Hernández alcanza la madurez poética con una poesía desnuda (la sencillez de la lírica popular le da el molde), íntima y desgarrada, de un tono trágico contenido con el que aborda los temas más obsesionantes de su mundo lírico: el amor, la vida y la muerte, sus “tres heridas” marcadas siempre por la ausencia o la elegía. En este “diario” de privación (ausencia) y de dolor por la vida, el amor y la muerte, “día” y “noche” son los dos grandes símbolos, las fuerzas viril y femenina de la fecundación, y el “vientre” de la mujer es la madre, símbolo casi telúrico de la vida. 
 Junto a la privación (ausencia) motivada por la muerte, que se asocia a la pérdida de su hijo, donde la profunda desolación se funde con la ternura,  la privación (ausencia) motivada por la cárcel se orienta hacia la relación amorosa y la figura de la esposa. 
El amor frustrado por la ausencia, la soledad del amor vivido desde la cárcel, conllevan desolación y dolor; a pesar de ello, el poeta ve en el amor una fuerza redentora (“Vals de los enamorados y unidos para siempre”, “Menos tu vientre”, “Antes del odio”, “La boca”, “Después del amor”, “Muerte nupcial”)  Entreverado entre estos polos negativos (muerte-hijo y cárcel-amor/esposa ausente), alienta en el Cancionero… un ansia de arraigo, un ansia de salvarse del infortunio que busca sus raíces redentoras en el amor a la esposa. La amada es ahora esposa y madre, de ahí el símbolo del vientre (“Menos tu vientre”). A su vez, el símbolo del agua es generador de vida frente a la sed en el desierto o el arenal (la esposa es un “oasis” en “Casida del sediento”), como el vientre lo es del amor, la fuerza genésica de la madre-esposa, la raíz, frente a la vida confusa (la amada-esposa es también “oasis” en “Orillas de tu vientre”). La “sed”, además, es símbolo no sólo del deseo de la amada,  sino también del deseo de libertad, por eso en el poema «Antes del odio» la “sed” en la cárcel (“Sed con agua en la distancia, / pero sed alrededor”) funde al final el amor y la libertad en la imagen de la amada (“A lo lejos tú, sintiendo / en tus brazos mi prisión: / en tus brazos donde late / la libertad de los dos. / Libre soy. Siénteme libre. / Sólo por amor”). Por su parte, el símbolo de la casa adquiere diversos valores en tensión tal y como se ve, por ejemplo, en «Era un hoyo no muy hondo»: la casa iluminada con “luz victoriosa” cuando vivía el hijo se convierte en un “hoyo”/ “ataúd” tras su muerte. Sin embargo, la casa se identifica con el palomar en «Cantar», como un símbolo de arraigo similar al vientre de la esposa (“Tú, tu vientre caudaloso, / el hijo y el palomar”).  En definitiva, la mujer, esposa y madre, es ahora, en los poemas de la última época del poeta de Orihuela, evocada en su ausencia, centro/vientre y salvación/oasis; así, en «La boca», se cierra el círculo de las “heridas” hernandianas dejándolas grabadas en los labios de la esposa:

   “Boca que desenterraste    el amanecer más claro    con tu lengua. Tres palabras,    tres fuegos has heredado:    vida, muerte, amor. Ahí quedan    escritos sobre tus labios”.


LA VIDA Y LA MUERTE EN LA POESÍA DE MIGUEL HERNÁNDEZ


Podríamos decir que toda la producción de Miguel Hernández es una constatación de la terrible definición de Heidegger: “el hombre es un ser para la muerte”. En efecto, en la poesía de Miguel Hernández se da perfectamente un discurrir dramático que comienza con la vida más elemental y balbuceante, una vida casi festiva, inconsciente y de ficción, que poco a poco, conforme se va configurando el sufrimiento y se va desarrollando la funesta historia personal del poeta, acaba por deslizarse por la pendiente de la tragedia. Con ello, podemos comprobar que la vida, la experiencia vital y la obra de Miguel Hernández son inseparables, porque el hombre vive para la poesía, al tiempo que la poesía es el termómetro constante de las embestidas de su humanidad desbordante, de su pasión, de su reciedumbre, de su vida, de su obsesión poética y de su discurrir trágico hacia el sufrimiento y la muerte.
 La mayor parte de los primeros poemas (fundamentalmente hasta los que integran El rayo que no cesa), contienen un soporte de cierta despreocupación consciente, de vitalismo despreocupado y hasta, en ciertas ocasiones, de optimismo natural: en esta época su vida va por un camino (sueña con poder vivir para dedicarse a la poesía) y su obra por otro (contempla el mundo desde la perspectiva de sus poeta leídos y admirados). Podríamos afirmar que el primer espacio poético hernandiano estaría contagiado por la idea del primer Jorge Guillén, el de Cántico, el de la armonía esencial, el que proclamaba que el mundo estaba bien hecho.  En su primera etapa, son muchos los poemas en los que se rinde homenaje a la naturaleza circundante y exerienciada con un júbilo casi exultante: las plantas, las piedras, los insectos, etc. Todo lo vivo es bello, todo lo vivo inspira una gracia contagiosa y sin aristas. Más allá de la vida que confiere a las cosas, el vitalismo de Miguel Hernández percibe las cosas como si estuvieran vivas: la piedra amenaza, la luna se diluye en las venas, la breva es una madrastra, la palmera le pone tirabuzones a la luna, la espiga aplaude al día, a la vida. Aquí no hay muerte; si acaso, una muerte anunciada por la llegada de los atardeceres, una muerte poetizadora y literaria que representa una suerte de melancolía escritural.  En sus primeros poemas, descubrimos, en definitiva, una naturaleza sentida como fiel lector de la poesía del Siglo de Oro: un aire de égloga se escucha entre los versos de estas primeras creaciones, en un entorno que evoca el locus amoenus (jardín ameno e idealizado) virgiliano y garcilasiano. Por eso, si hay pena, también ésta tiene el aire literario de la égloga renacentista.

En cierto modo, pese a la exaltación de la naturaleza y el sensualismo, llega la melancolía con Perito en lunas: hay un toque de muerte, de melancolía lunar, que inunda de tristeza el paisaje y que unge de tristeza al poeta. Pero el sentimiento trágico, la muerte como ingrediente de la vida, la “herida” de amor-vida-muerte todavía no se ha hecho sentir. En efecto, sigue habiendo mucho del paisaje huertano iluminado por la vida, del vitalismo deslumbrado por los elementos naturales y de la sensualidad levantina en Perito en lunas, macerado todo ello por un gongorismo hermético y una complejidad formal que seguramente responde a una voluntad de exhibición que, como algunos estudiosos sostienen, supondría un intento de justificar su competencia, al margen de su condición de cabrero provinciano; una voluntad estilística para construirse un lenguaje literario propio. 

Las “heridas” hernandianas (“la de la vida, la del amor, la de muerte”) comienzan a manifestarse  en El rayo que no cesa,  “cancionero” de la “pena” amorosa [“una picuda y deslumbrante pena”, en «Me tiraste un limón…»] y del sentimiento trágico del amor [“hacia todo se derrama / mi corazón vestido de difunto”, en «La muerte, toda llena de agujeros»] y de la vida, que es muerte por amor [“a la acción corrosiva de la muerte / arrojado me veo…. / sólo por quererte”, en «Soneto final»]. El aliento poético de M. Hernández se alimenta ahora de una voz “bañada en corazón” que lleva prendida en la garganta el dolor y la rabia: “la lengua en corazón tengo bañada / y llevo al cuello un vendaval sonoro”, afirma en el poema «Como el toro». Ese “vendaval sonoro” en el cuello del “toro” viene a ser una de las figuras que mejor representan la coherencia de la voz del poeta: grito, mugido, rabia indisimulada, fracaso amoroso anunciado, rebeldía disonante y ronca, presagio de destrucción.

La vida siempre se presenta amenazada por fuerzas incontrolables: los “lluviosos rayos destructores” [«¿No cesará este rayo que me habita?»] o “un carnívoro cuchillo de ala dulce y homicida” [«Un carnívoro cuchillo»,]. El amor (su vida) está, en definitiva, marcado por un sino sangriento, un anuncio fatalista, una energía que encierra, en ocasiones, el germen de la destrucción. Esa lengua “bañada en corazón”, que respira su pena (su muerte) por el “vendaval sonoro” del cuello del toro herido, queda ya marcada por un presentimiento funesto, un fatalismo sobrecogedor que se expresará magistralmente en el final de «Sino sangriento» (p. 201), uno de los “poemas sueltos” tras El rayo que no cesa:

   “Me dejaré arrastrar hecho pedazos,    ya que así se lo ordenan a mi vida    la sangre y su marea,     los cuerpos y mi estrella ensangrentada.    Seré una sola y dilatada herida,    hasta que dilatadamente sea     un cadáver de espuma: viento y nada”.

En la poesía de M. Hernández, amor y muerte, indisolubles en un dolor desagarrado casi físico, al modo de Quevedo, encuentran su acomodo en el símbolo del “toro” y en el de la “sangre”: “El toro sabe al fin de la corrida, / donde prueba su chorro repentino, / que el sabor de la muerte es el de un vino / que el equilibrio impide de la vida. / […] Y como el toro tú, mi sangre astada, / que el cotidiano cáliz de la muerte, / [….] vierte sobre mi lengua un gusto a espada / diluida en un vino espeso y fuerte / desde mi corazón donde me muero”. A esos dos símbolos asociados en la tragedia se le une una constelación de símbolos cortantes e hirientes, como la “espada” cuyo gusto baña la lengua del “toro al final de la corrida”: “cuchillo”, “rayo”, “espada”, “cornada”, “cuernos”, “puñales”, “turbio acero”, “hierro infernal”, “pétalos de lumbre”…Son los instrumentos de las heridas de amor y muerte del poeta (“sufrir el rigor de esta agonía / de andar de este cuchillo a aquella espada”, en «Yo sé que ver y oír a un triste enfada»).  Pero no sólo amor y muerte, también amistad y muerte; así, estos instrumentos del dolor que proporcionan alguna suerte de herida, adquieren una expresividad dramática, agónica y desesperanzada en la «Elegía» dedicada a su amigo Ramón Sijé. En ella aparecen unos términos que, acompañados por sus correspondientes adyacentes, configuran un mosaico de rabia y de dolor inconsolables: ‘manotazo duro’, ‘golpe helado’, ‘hachazo invisible y homicida’, ‘empujón brutal’, ‘tormenta de piedras, rayos y hachas estridentes’, ‘dentelladas secas y calientes’... Estos versos rabiosos contra la muerte, con el poeta andando sobre “rastrojos de difuntos”, nos hablan de la concepción de M. Hernández en este poemario y este momento de su vida: vivir es amar, penar y morir: “No podrá con la pena mi persona / rodeada de penas y de cardos: / ¡cuánto penar para morirse uno!” («Umbrío por la pena, casi bruno»). 

 Al comenzar la guerra, Vientos del pueblo laza su voz combativa con tonos épicos y entusiastas en pos de una esperanzada victoria :“Para el hijo será la paz que estoy forjando” («Canción del esposo soldado»). Ahora la muerte es parte de la lucha y de la vida (y amor por el pueblo oprimido, solidaridad). La muerte aparece ahora para ser “elegía”; un reconocimiento glorioso a los héroes del pueblo. Ya por los héroes anónimos (“Canto con la voz de luto, / pueblo de mí, por tus héroes”, en «Sentado sobre los muertos), ya por los prohombres, como Federico Gª Lorca (“Rodea mi garganta tu agonía  como un hierro de horca”, en «Elegía primera»), a quien el poeta apela expresando su visión de la vida como muerte constante: “Tú sabes, Federico García Lorca, / que soy de los que gozan una muerte diaria”. Es esta visión combativa de la muerte la que leemos también en «Sentado sobre los muertos»     “Aquí estoy para vivir     mientras el alma me suene,     y aquí estoy para morir,      cuando la hora me llegue,      en los veneros del pueblo     desde ahora y desde siempre.     Varios tragos es la vida     y un solo trago es la muerte”.

Sin embargo, según avanza la contienda, se aleja la esperanza de la victoria y España se tiñe de sangre. Ante este espectáculo, M. Hernández modula su voz hacia el dolor y el pesimismo ante el género humano en El hombre acecha: “Se ha retirado el campo / al ver abalanzarse / crispadamente al hombre. / […]. Hoy el amor es muerte, / y el hombre acecha al hombre” («Canción primera», p. 245). Ya no hay muerte de héroes, sino víctimas. Con ellas y por ellas, lleno de espanto, el poeta comienza un camino hacia la introspección y el intimismo del que ya no saldrá (Hernández se convierte, en palabras de María Zambrano, en “un hombre vuelto hacia adentro, enmudecido”). Así, su intimismo se puebla de una visión desalentadora ante tantas heridas, muertes, rencores y odios sin fin. Las dos españas se han declarado la guerra hasta la muerte, ha desaparecido el entusiasmo hernandiano y los poemas se tiñen de dolor. La muerte, ahora, es un espectáculo de horror simbolizado en ese “tren” de sangre, tren agonizante que cruza la noche derramando miembros amputados de hombres (“vía láctea de estelares miembros”) y silencio (“Habla el lenguaje ahogado de los muertos”): es «El tren de los heridos» 

Cuando pasa la guerra y llega la cárcel, la enfermedad y la desolación más cruel, los poemas de M. Hernández se oscurecen con el desengaño y la tristeza, la “ausencia de todo”. En la cárcel compone lo que podríamos describir como “diario de la desolación”, un poemario cercano a la desnudez de la verdad más dura: el Cancionero y romancero de ausencias. Ha muerto su primer hijo («Ropas con su olor», «Negros ojos negros», «El cementerio está cerca», «Cada vez que paso», «Muerto mío, muerto mío», «Dime desde allá abajo»); ha sido condenado a muerte, conoce la vida de la cárcel, es azotado por una enfermedad médicamente mal tratada y vive en las más absoluta soledad (“Ausencia en todo veo: / tus ojos la reflejan”). La guerra  ha bañado de odio España (“Todas las madres del mundo / ocultan su vientre, tiemblan, / […]. Alarga la llama el odio / y el amor cierra las puertas. / Voces como lanzas vibran, / voces como bayonetas”, en «Guerra») y él sufre en carne propia la muerte que se cierne tras esa “llama del odio”. En la cárcel, la fuerza y la rebeldía de Miguel Hernández comienzan a resquebrajarse y vislumbra un final inevitable en el que canta los pedazos de vida que va dejando en el camino, la agonía hacia la que vuela (“voy alado a la agonía”), la tristeza de las guerras, de las armas y de los hombres. Pero en medio de tanta negrura y de tanta sangre (“tiempo que se queda atrás / decididamente negro, / indeleblemente rojo...”), la voz nada retórica del poeta se reviste de nostalgia y habla al hijo vivo (el que mama “cebolla y sangre” en las «Nanas de la cebolla») y a la esposa (“Menos tu vientre, todos es confuso”) en el bellísimo poema «Hijo de la luz»:       “Hijo del alba eres, hijo del mediodía.    Y ha de quedar de ti luces en todo impuestas,    mientras tu madre y yo vamos a la agonía,    dormidos y despiertos con el amor a cuestas”. 

Ha llegado la hora de la resignación (“todo lo he perdido, tierra / todo lo has ganado”) y el poeta se lo comunica a la esposa: “Tú, tu vientre caudaloso, / el hijo y el palomar. / Esposa, sobre tu esposo / suenen los pasos del mar” («Cantar»). No obstante, se cierra el ciclo de vida y muerte volviendo al amor, porque no hay salvación ni redención posible si no se ama. Aparecen constantemente la amada, el hijo que murió y el que alimenta la cebolla, la infinita añoranza del que, mientras se muere a chorros, respira por la esperanza de la inmortalidad. El amor pone alas al poeta: “Sólo quien ama vuela”, leemos en el poema «Vuelo». Porque, por encima de todas las calamidades, a pesar de la muerte, quedan el amor y la libertad (“A lo lejos tú, sintiendo / en tus brazos mi prisión: / en tus brazos donde late / la libertad de los dos. / Libre soy. Siénteme libre. / Sólo por amor”, en «Antes del odio»,).  Vida, amor y muerte, las “heridas” del poeta, cuyo aliento no ha dejado de respirar por el “vendaval sonoro” de su cuello herido por el rayo, cierran el círculo en su Cancionero final para hacerlo inmortal  («La boca»):    “Boca que desenterraste    el amanecer más claro    con tu lengua. Tres palabras,    tres fuegos has heredado:    vida, muerte, amor. Ahí quedan    escritos sobre tus labios”.             


EL COMPROMISO SOCIAL Y POLÍTICO EN LA POESÍA DE MIGUEL HERNÁNDEZ

 Cuando, en marzo de 1934, Miguel Hernández viaja por segunda vez a Madrid, comienza para él una nueva etapa en la que se introducirá en la intelectualidad de la capital y se “despegará” definitivamente del ambiente oriolano. Un ambiente conservador, rural y católico, en el que seguía la senda ideológica y literaria marcada por Ramón Sijé y su revista “El Gallo Crisis”, movimiento que provocará una crisis personal y poética de la que saldrá la voz definitiva de Miguel Hernández. 

En Madrid comenzará a colaborar en la revista «Cruz y Raya», dirigida por José Bergamín, y tomará contacto con la Escuela de Vallecas (de ahí su relación con Benjamín Palencia y Maruja Mallo), Altolaguirre, Alberti, Cernuda, María Zambrano o Pablo Neruda. El año 1935, en el que escribe El rayo que no cesa, será muy fructífero (y crítico) para Hernández: en Madrid conoce a Vicente Aleixandre, cuyo poemario La destrucción o el amor será su libro de cabecera; colabora con Pablo Neruda en la revista «Caballo verde para la Poesía», que influirá en el cambio de punto de vista de Miguel Hernández sobre la función de la poesía: el poeta de Orihuela se decantará definitivamente por la “poesía impura” con una marcada preocupación social y humana,  y dejará atrás la influencia clasicista, conservadora y de acentos católicos de Ramón Sijé. 

Comienza en Madrid, además, el compromiso social de Miguel Hernández. Junto a su trabajo en la enciclopedia «Los Toros», con J. Mª Cossío, se incorpora con Enrique Azcoaga a la Misiones Pedagógicas. Las Misiones Pedagógicas, que dieron comienzo en 1931 y finalizaron con el comienzo de la guerra civil en 1936, fueron un proyecto educativo español creado en el seno del Museo Pedagógico Nacional y de la Segunda República Española e inspirado en la filosofía de la Institución Libre de Enseñanza. Dicho proyecto se creó con el encargo de “difundir la cultura general, la moderna orientación docente y la educación ciudadana en aldeas, villas y lugares, con especial atención a los intereses espirituales de la población rural”, donde los índices de analfabetismo eran altísimos.  

Muy pronto, el estallido de la Guerra Civil en julio de 1936 obliga al poeta a dar el paso definitivo al compromiso político. El comienzo de la contienda fue amargo (en agosto es asesinado por unos milicianos el padre de Josefina Manresa, guardia civil), pero no por ello fue menos decidida su respuesta para defender a la República: en septiembre se incorpora como voluntario al Quinto siendo destinado como jefe del Departamento de Cultura donde se encarga del periódico de la brigada y de organizar la biblioteca. En diciembre de 1936 comienza a publicarse el semanario «Al ataque», donde el poeta publica poemas significativos de este período. En febrero de 1937, con la guerra recrudeciéndose, Miguel Hernández es trasladado al Altavoz del Frente Sur, en Andalucía, entre cuyos cometidos está el uso de la poesía como arma de combate, propagándola a través de altavoces. En marzo, aprovechando el “sosiego” de la retaguardia, viaja a Orihuela para casarse civilmente con Josefina Manresa. Y, de vuelta a Andalucía, dirige el periódico «Frente Sur». Este es el tiempo en que el poeta compone Viento del pueblo, que será publicado en Valencia (Ediciones del Socorro Rojo), en verano de 1937. El sentido de este poemario, que recoge los poemas escritos desde el estallido de la guerra, publicados puntualmente en diversas revistas, queda reflejado en su dedicatoria de Vicente Aleixandre: 

“... Nosotros venimos brotando del manantial de las guitarras acogidas por el pueblo […]. Los poetas somos viento del pueblo; nacemos para pasar soplados a través de sus poros y conducir sus ojos y sus sentimientos hacia las cumbres más hermosas […]. El pueblo espera a los poetas con la oreja y el alma tendidas al pie de cada siglo”.

Miguel Hernández comprende el poder transformador de la palabra, su posible función social y política. La solidaridad es su lema poético. Fruto de esa necesidad de compromiso será  Viento del pueblo,  poesía comprometida, poesía de guerra y denuncia y poesía de solidaridad con el pueblo oprimido. Esta concepción de la “poesía como arma” (“arma cargada de futuro”, dirá años después Gabriel Celaya) que domina este poemario implica que la voz lírica de “El rayo que no cesa” cede el paso a lo épico: el poeta asume una función “profética” (su voz se alza para proclamar el amor a la patria, para educar a los suyos en la lucha por la libertad y la justicia y para increpar a los opresores de la patria y los hombres). Dicha función se articula en tres tonos:
 a) Exaltación (exaltación heroica de los hombres que luchan por la justicia y la libertad): «Vientos del pueblo», «Canción del esposo soldado», «El sudor», «Rosario, dinamitera»…
 b) Lamentación elegíaca (lamentación por las víctimas de los opresores): «Elegía primera» [“A Federico García Lorca, poeta”], «Elegía segunda» [“A Pablo de la Torriente, comisario político”], «El niño yuntero», «Aceituneros»…
 c) Imprecación (protesta-queja a los enemigos, opresores y explotadores): «Los cobardes», «Ceniciento Mussolini».

Al modular dichos tonos, el poeta se focaliza en un “yo” lírico («Canción del esposo soldado») o en un “yo” fundido con un nosotros («Sentado sobre los muertos»), pero, sobre todo, se funde con seres anónimos o grupos sociales (campesinos, niño yuntero, jornaleros, aceituneros) que devienen arquetipos de los oprimidos y explotados. Y en esa labor de “exaltar”, “lamentar” e “imprecar”, en un gesto dramatizado, dialoga y fórmula la llamada a un “tú” lírico, ya sea el oprimido por el que lamentarse, el héroe al que exaltar o el explotador al que imprecar. Así, a lo largo del poemario, el apóstrofe lírico presenta diferentes matices: arenga, exhortación, insulto… de manera que localizamos, distintos destinatarios (distintos tipos de “tú” lírico): el “tú” de la lamentación elegíaca (García Lorca o Pablo de la Torriente), un “tú” al que insultar o provocar (los cobardes, Mussolini), un “tú” de exhortación (jornaleros, campesinos de España), un “tú” al que elogiar (los jóvenes proletarios)… El tono de exaltación es el tono dominante en Viento del pueblo en tanto que la voz “hímnica” domina gran parte de sus poemas, en los que hay un generoso entusiasmo combativo que lleva a mitificar a los protagonistas poemáticos (jornaleros, poetas, combatientes…). Así, exalta y exhorta a los jornaleros (“Jornaleros: España, loma a loma, / es de gañanes, pobres y braceros. / ¡No permitáis que el rico se la coma, / jornaleros!”, «Jornaleros»), a los aceituneros de Jaén (“Jaén, levántate brava / sobre tus piedras lunares, / no vayas a ser esclava / de todos tus olivares”, «Aceituneros»), a los campesinos (“Campesino, despierta, / español, que no es tarde. / A este lado de España / esperamos que pases: / que tu tierra y tu cuerpo / la invasión no se trague”, «Campesino de España») o a figuras emblemáticas de la lucha («Rosario, dinamitera» o «Pasionaria»). En todo caso, el primero que se mitifica es el propio poeta, que en poemas como  «Vientos del pueblo» se identifica con una colectividad (el pueblo español) que queda glorificada en sus atributos de fuerza y orgullo a través de una hipérbole simbólica que hace uso del bestiario (“yacimientos de leones, /desfiladeros de águilas / y cordilleras de toros”) y de fenómenos atmosféricos que simbolizan el poder y la fuerza y son recurrentes en el poeta (huracán / rayo). En esa fusión mitificada con la colectividad (“vientos del pueblo me llevan”), el poeta, además, se convierte en “intérprete” de las desdichas del pueblo, con el que se siente identificado y comprometido. Así lo expresa en «Sentado sobre los muertos»:

   “Acércate a mi clamor   pueblo de mi misma leche,    árbol que con tus raíces   encarcelado me tienes,   que aquí estoy para amarte    y estoy para defenderte    con la sangre y con la boca    como dos fusiles fieles”.

En Viento del pueblo, Miguel Hernández sufre con los explotados (“Me duele este niño hambriento / como una grandiosa espina, / y su vivir ceniciento / revuelve mi alma de encina”, «Niño yuntero») y se proclama su “vate”, como leemos en «Sentado sobre los muertos»:

“Si yo salí de la tierra,   […] no fue sino para hacerme   ruiseñor de las desdichas,   […] y cantar y repetir   a quien escucharme debe   cuanto a penas, cuanto a pobres,   cuanto a tierra se refiere”.


Este “poeta del pueblo” no sólo se siente el ruiseñor de las desdichas de los oprimidos, sino que lleva su compromiso a las trincheras tal y como proclama en la estrofa final de «Viento del pueblo»:       “Cantando espero la muerte,   que hay ruiseñores que cantan   encima de los fusiles   y en medio de las batallas”.

Con todo, el tono de exaltación no siempre se asienta en lo colectivo de un modo exclusivo, también puede vehiculares en la fusión entre el amor (a la esposa y al hijo que espera) y el heroísmo (esposo y soldado, Eros y Marte, son uno en «Canción del esposo soldado»). El amor, y el “vientre poblado de amor y sementera” de la esposa, son el “sustento” del “poeta-esposo-soldado” cuando lucha por defender a su pueblo (“y defiendo tu vientre de pobre que me espera, / y defiendo tu hijo”); hay en él un entusiasmo por su lucha que le hace sentir la victoria y anunciarla proféticamente de la mano del hijo que espera, pero siempre con el ansia de que la guerra (“los colmillos y garras”) acabe para volver a ser sólo “esposo”. Así, entiende la guerra como una defensa inevitable (“Es preciso matar para seguir viviendo”) que acabará pronto y le permitirá despojarse de la “piel de soldado” que tanto habría querido evitar: él, como tantos españoles de entonces, combatió en el frente porque no se sentía “buey” sino “toro”, pero no tenía “colmillos y garras”: 

  “Nacerá nuestro hijo con el puño cerrado,    envuelto en un clamor de victoria y guitarras,    y dejaré a tu puerta mi vida de soldado    sin colmillos y garras” 

 En los poemas dominados por el tono de la lamentación elegíaca también mitifica (glorifica) a los sujetos líricos. Así lo vemos en los poemas elegíacos, que devienen alabanzas («Elegía primera», dedicada a Lorca, o «Elegía segunda», dedicada a Pablo de la Torriente). Con todo, la lamentación también cobra otros matices: en los poemas más sociales («Niño yuntero» y «Aceituneros») el tono de lamento sirve para expresar la identificación íntima, solidaria, con los protagonistas, víctimas de la explotación. Frente a la exaltación del heroísmo de los que luchan por la libertad y la lamentación por las víctimas (muertos o explotados a manos de los tiranos), el tono de imprecación implicará denigrar e insultar a los cobardes que tiranizan al pueblo. Este radical contraste entre la exaltación del pueblo y la imprecación del tirano aparece dramáticamente articulado en «Las manos» : las “manos” son núcleo simbólico de lo positivo exaltado (las “manos puras” de los trabajadores, “pobladas de sudor”, son “herramientas del alma” que significan progreso y esperanza,  trabajo enaltecedor y honrado) y lo negativo imprecado (la manos de los explotadores “empuñan puñales y crucifijos”, “acaparan tesoros” y vagan “blandas de ocio”). Así, sobre las “manos feroces” de los explotadores, “caerán las laboriosas manos de los trabajadores” armadas con “dientes y “cuchillas”, para que, como remate del poema, los explotadores las vean cortadas “sobre sus mismas rodillas”


En ese mismo verano de 1937 en que Miguel Hernández publica Viento del pueblo, que recoge poemas escritos desde el comienzo de la guerra (18 de julio de 1936) hasta entonces, el poeta participa en el II Congreso de Intelectuales en Defensa de la Cultura, que se celebra en Valencia, y viaja poco después a la URSS para participar en el V Festival de Teatro Soviético. 

A su regreso, el talante de Miguel Hernández comienza a cambiar tras contemplar el espectáculo de una Europa ajena e insensible al drama que se vive en España; un hecho que, junto al espectáculo de la cruenta guerra que sigue contemplando, le provoca una profunda depresión e intensifica su vena antiburguesa, al tiempo que acentúa su escepticismo hacia el ser humano. El poeta está cansado y, pese a la alegría del nacimiento de su primer hijo, Manuel Ramón, el 19 de diciembre de 1937, su voz se acoge a un progresivo intimismo pesimista que le hace interiorizar el espantoso espectáculo bélico que hace tambalear su fe en el hombre: comienza a escribir el que será su segundo libro de guerra, El hombre acecha, que consta de diecinueve poemas escritos entre 1937 y octubre de 1938, momento en que muere su hijo sin haber cumplido un año.   Este poemario coincide en los moldes métricos-estéticos, en el concepto de la “poesía como arma” y en las “circunstancias” que lo provocan con Viento del pueblo; sin embargo, el tono y el tratamiento temático son distintos. Viento del pueblo es un poemario heterogéneo (recoge poemas que ha publicado o leído de una manera dispersa) y externo, con apenas introspección; es, además, un libro combativo en el que se puede leer un aliento de entusiasmo, optimismo y esperanza en la victoria. Por el contrario, El hombre acecha es un poemario orgánico, con una esmerada razón compositiva (no es una selección “de urgencias”), en el que el poeta se repliega hacia la introspección: los acontecimientos de la guerra son ahora vistos desde un intimismo marcado por el desaliento ante una realidad que se mide ya en miles de muertos, cárceles, heridos y odio. El tono vigoroso, entusiasta y combativo de Viento del pueblo se atempera en El hombre acecha ante la realidad brutal del curso de la guerra: la voz del poeta pasa de cantar a susurrar amargamente, el lenguaje se hace más sobrio, el tono más íntimo (hay menos retórica y más silencio elocuente, menos mayúsculas y más palabras desnudas, menos héroes y más víctimas). Cierto, se va apagando la exaltación de héroes y se va encendiendo el lamento por las víctimas.

Así, en El hombre acecha, el hombre, con sus odios que todo lo salpican, no deja ver el paisaje: “Se ha retirado el campo / al ver abalanzarse / crispadamente al hombre” [«Canción primera», poema que termina con una sentencia: “Hoy el amor es muerte, y el hombre acecha al hombre”]. En Viento del pueblo, el poeta tenía metáforas feroces para el enemigo (monstruos, fieras, hienas, liebres, podencos…]; ahora, con terrible amargura, esas metáforas pertenecen al hombre en general. El propio título del poemario nos da la clave: del “pueblo”, mundo colectivo y solidario de su primera obra de guerra, que se insuflaba de una fuerza vivificadora, el “viento”, pasa ahora al “hombre”, referencia genérica a la condición humana, que se percibe como una fuerza amenazante, al “acecho”. En efecto, el punto de partida de El hombre acecha está ya en su primer poema, «Canción primera», que ya irradia el tono del poemario con su terrible sentencia (“el hombre acecha al hombre”) y la figuración de lo humano animalizado (“garras” / “tigre”). Ese tono llega a su límite intensivo en el poema «El tren de los heridos»: el tren que avanza en un espantoso silencio nocturno (“noche” y “silencio”: soledad, vacío, infortunio) y sin estación en la que detenerse (“estación”: esperanza o posible alivio) es imagen simbólica de la vida humana cruelmente azotada y arrastrada a la muerte.  Con ese tono, el poeta  evidencia una situación (muerte, odio, crueldad) que su pueblo (y la condición humana en general) está padeciendo.
 Pero el poeta no sólo constata esa terrible realidad sino que también busca la razón de su canto, algo que hace en el poema «Llamo a los poetas», donde contrasta dos actitudes y voces: por un lado, lo libresco e inauténtico (museo, biblioteca, aula sin emoción), el retoricismo superficial (pavo real, palabras con toga) y la hueca divinización (pedestal, pobre estatua); por otro, lo humano (trabajo, dolor, amor, tristeza) y el arraigo y la fecundidad (el vino y la cosecha). Es en este lado en el que se sitúa el poeta, junto a Aleixandre y Neruda y otros muchos (Lorca, Machado, León Felipe, Cernuda, Emilio Prados, Rafael Alberti…). Junto a la evidencia trágica (el acecho y el dolor) y la reivindicación de la palabra poética (la autenticidad de su poesía y la de los suyos, sus poetas), otro tema clave de El hombre acecha es España. Este tema arranca a Miguel Hernández en plena guerra poemas impresionantes, proyección del “me duele España” del noventayochismo: «Llamo al toro de España» y «Madre España». Así, en «Madre España», el símbolo de España es la tierra como madre primigenia, originaria (“Decir madre es decir tierra que me ha parido”), lo que la asocia a la función maternal, la fecundación y la regeneración; es por ello que el poeta se siente a salvo abrazado a esas entrañas maternales de la patria-tierra-madre (“abrazado a tu cuerpo como el tronco a su tierra”, “abrazado a tu vientre, que es mi perpetua casa”) y convoca a sus hermanos, su pueblo/sus poetas, a defender “su vientre acometido” de las “malas alas” de los “grajos”.

En el tratamiento de sus temas esenciales, los poemas de El hombre acecha suelen vehicular una oposición entre las fuerzas de lo positivo y lo negativo, radicalizando claves que ya aparecían en Viento del pueblo (así lo veíamos en «Las manos»). Dicha oposición extrema ahora su dramatismo:

• Heroísmo y solidaridad  v.s.  asepsia diplomático-burocrática. 
• Trabajo y progreso   v.s.  hambre. 
• Justicia   v.s.  explotación. 
• Libertad  v.s. opresión.

Así, al heroísmo y la solidaridad se opone la asepsia de la diplomacia, la turbiedad de una vida de despachos y oficinas [lo vemos en la imprecación a “esos hombres huecos” que “nacen inventariados” en «Los hombres viejos». En poemas como «Rusia», frente al polo negativo del hambre la positividad queda encarnada en la exaltación del progreso y el trabajo enaltecedor en una sociedad igualitaria y justa.


Según avanza 1938 y escribe los poemas de El hombre acecha, el poeta asiste al desmoronamiento del bando republicano y al espanto de la guerra; además, en octubre de ese año, se hunde en el dolor cuando muere su hijo. El nacimiento de su segundo hijo, Manuel Miguel, a comienzos de 1939 será una alegría aislada ante la tragedia que se avecina: perdida la guerra, el poeta es detenido en la frontera portuguesa en mayo de 1939. De ahí será conducido a Sevilla para ingresar después en la cárcel de Torrijos. Curiosamente, tal vez por intercesión de valedores poderosos o por algún error burocrático, fue puesto en libertad sin ser procesado ni juzgado en septiembre de 1939. Es entonces cuando comete el error de volver a Orihuela, donde es delatado y detenido de nuevo unas semanas después. De vuelta a las cárceles de Madrid, es juzgado y condenado a muerte en marzo de 1940 por su participación en la contienda a favor del bando republicano: se le acusa de pertenecer al Partido Comunista, haber intervenido en conferencias y mítines, escribir versos contra las fuerzas nacionales y contribuir, con ello, “a los crímenes perpetrados por los rojos”. Es en la prisión madrileña de Conde de Toreno donde coincide con Buero Vallejo, autor del retrato más conocido del poeta, que lleva la fecha del 25 de enero de 1940. Algunos intelectuales interceden por él, así como su amigo y protector Alfonso de Cossío, por lo que logra que le conmuten la pena capital por la de treinta años. Pasa a la prisión de Palencia en septiembre de 1940 y en noviembre al Penal de Ocaña, en Cuenca. Trasladado en el verano de 1941 al Reformatorio de Adultos de Alicante, enferma de gravedad de una neumonía que no es tratada y que se complica con una tuberculosis. Fallece el 28 de marzo de 1942, no sin antes acceder al matrimonio eclesiástico con su esposa para evitarle problemas legales (su matrimonio civil no tenía validez en la España franquista).

Fue en septiembre de 1939, al salir de la cárcel y antes de volver a ser detenido definitivamente, cuando Miguel Hernández entregó a su esposa un cuaderno manuscrito con poemas que había titulado Cancionero y Romancero de ausencias. Los 79 poemas en él recogidos los comenzó a escribir en octubre de 1938, al recibir la noticia de la muerte de su primer hijo. Pese a que se trata de un corpus unitario, era un libro inconcluso que se fue nutriendo con poemas desde la cárcel que los editores recogieron posteriormente. Al poemario inicial, por tanto, se le han añadido en sucesivas ediciones esas últimas composiciones hasta alcanzar un corpus de 137 poemas, construidos casi como un diario íntimo hasta 1941. Con este último poemario, Miguel Hernández alcanza la madurez poética con una poesía desnuda (la sencillez de la lírica popular le da el molde en sus últimos poemas, en contraste con el hermetismo conceptista de sus primeros escritos), íntima y desgarrada, de un tono trágico contenido con el que aborda los temas más obsesionantes de su mundo lírico: el amor, la vida y la muerte, sus “tres heridas” marcadas siempre por la ausencia o la elegía. “Tres heridas” que quedarán grabadas, como “tres fuegos”, en los labios de la amada, en «La boca»). El poeta es una víctima más, un vencido más, como su pueblo, y sus versos son ya los de un hombre herido que expresa su dolor: dolor por todas las ausencias que lo definen, la de la muerte (su primer hijo) y la de la cárcel  (ausencia de la esposa y del hijo que mama “cebolla y sangre”). La palabra “libertad” ahora está unida al amor, la esposa (“La libertad es algo / que sólo en tus entrañas / bate como un relámpago”), porque al menos su sentir no puede encarcelarse (“No, no hay cárcel para el hombre. / No podrán atarme, no. / […] ¿Quién encierra una sonrisa? / ¿Quién amuralla una voz? / […] A lo lejos tú, sintiendo / en tus brazos mi prisión: / en tus brazos donde late / la libertad de los dos. / Libre soy. Siénteme libre. / Sólo por amor”,«Antes del odio»). Ya no hay canto combativo, ni exaltación de los héroes o del pueblo, ni imprecación a los verdugos, sólo hay lamento íntimo y lírico por el destino de cárcel y muerte que le aguarda. La guerra se retrata con una desnudez terrible, como un cuadro expresionista (“La sangre recorre el mundo / enjaulada, insatisfecha…/ Ansias de matar invaden / el fondo de la azucena”) que deconstruye el horror (“”Pasiones como clarines, / coplas, trompas que aconsejan / devorarse ser a ser, / destruirse, piedra a piedra”, «Guerra»):       “Todas las madres del mundo      ocultan su vientre, tiemblan       […]. Alarga la llama el odio      y el amor cierra las puertas”.

Con este poema, Miguel Hernández nos muestra la esencia de la guerra:

    “Un fantasma de estandartes,     una bandera quimérica,     un mito de patrias: una     grave ficción de fronteras”.

Y el silencio posterior al horror, un “silencio de vendas”, “cárdeno de cirugía” y “mutilado de tristeza”, sobre el que resuena un tambor detrás “del innumerable muerto que jamás se aleja”. Es la muerte innumerable de la guerra que queda prendida en los hombres y en su tierra, en sus miembros mutilados y en sus cárceles. Por eso, el poeta nos quiso dejar en sus últimos versos de hombre ya vencido con sabor a pueblo unos versos de pacifismo en «Tristes guerras». Son los versos de un hombre cuya empresa fue el amor y el compromiso social y político con los más débiles y cuyas armas fueron las palabras, versos verdaderos “aventados por el pueblo” con la “lengua bañada en corazón”:

    Tristes guerras     si no es amor la empresa.     Tristes, tristes.

    Tristes armas     si no son las palabras.     Tristes, tristes.

    Tristes hombres     si no mueren de amores.     Tristes, tristes.



IMÁGENES Y SÍMBOLOS EN LA POESÍA DE MIGUEL HERNÁNDEZ


En las imágenes y símbolos de toda la obra de MH, podemos comprobar un proceso de creación poética en el que se repiten unas constante de manera recurrente, y se incorporan otros elementos o se modulan los anteriores. El universo poético de MH se va forjando a medida que evoluciona su concepción del mundo por una parte, y de la finalidad de la poesía por otro. Crea un mundo propio y personal progresivamente, cosa que lo convierte en un poeta más complejo y original de lo que puede parecer a primera vista, ya que no sólo se somete a la influencia de la imaginería y recursos utilizados por los clásicos del Siglo de Oro o grandes poetas contemporáneos, modelos líricos de Miguel desde sus primeras aventuras poéticas. Las imágenes y símbolos que le sirven de vehículo expresivo, muchos de ellos recurrentes en su poesía, varían en intensidad y significado según la etapa evolutiva y la trayectoria poética del poeta de Orihuela. Podemos establecer cuatro etapas claras y diferenciadas en su producción:

1) Etapa oriolana: en la que MH se fija en el entorno natural cotidiano. Lo describe, lo exalta en sus mínimos detalles. Mundo poético basado en lo material y lo humilde de la naturaleza y el entorno 2) Etapa amorosa-existencial: en la que los objetos se convierten en metáforas de la pena amorosa y la fatalidad. 3) La etapa bélica: en la que crea un espacio épico donde las imágenes y símbolos glorifican el valor de los soldados del bando republicano. 4) Etapa de interiorización y poesía desnuda, en la que, intuye la propia destrucción. Los mismos objetos que habían expresado un optimismo vital o ánimos a los contendientes, se dibujan ahora como expresiones de derrota. Símbolos de ausencia de libertad y de los seres queridos, de justicia, de amor, etc.

Se pueden establecer dos fuentes esenciales en la imaginería y simbología de MH y ambas provienen de la naturaleza. La primera nos conecta con lo telúrico, los elementos terrenales, también los campesinos y rurales que tan bien conocía desde la experiencia personal. La tierra como cuna pero también como sepultura. La segunda llega al ámbito cósmico, que lo llevan a establecer conexiones con poetas contemporáneos como Aleixandre o Neruda. A pesar de la evolución y modulación de los símbolos que arriba mencionábamos, podemos establecer unas líneas constantes:

• 1ª etapa: Luna
 • 2ª etapa: Rayo. Toro 
• 3ª etapa: Viento. Tierra 
• 4ª etapa: luz. Sombra


A. Luna 
Motivo central en el universo hernandiano. Ya en Perito en lunas, poemario en que el poeta se erige como experto lunar (en su doble dimensión como pastor observador de la naturaleza y como poeta, artista “expresador” de palabras), configura el símbolo astral como central en su universo creativo. La dimensión artística dota al poeta de la capacidad para reducir, explicar los objetos del mundo según sus analogías con las formas lunares. Dibujará la naturaleza “lunada”. Esta analogía la llevará a cabo con un lenguaje hermético, plagado de metáforas complejas que, junto a un lenguaje de referencias  cultas y ruptura sintáctica en hipérbatos recurrentes lo acercan voluntariamente  a la línea poética gongorina: configura, como señalaba Gerardo Diego, una serie de “acertijos poéticos” en la serie de octavas reales del poemario.

Además, la luna puede configurarse como un símbolo doble:

• Como paradigma del comportamiento de la naturaleza 
• Como modelo del proceso creativo del poeta

 a) Como paradigma del comportamiento de la naturaleza

La luna se concibe como un elemento primario de la simbología astral del poeta. Los cambios del ciclo lunar y de las estaciones del año, sugieren la idea del rodar continuo de la vida: nacimiento, infancia, juventud, madurez, vejez. Y vuelta a a empezar, como si se tratase de un ciclo en los cultivos: sembrar, cultivar, recolectar, etc. Además, la luna, relacionada con la oscuridad, aparece asociada a la muerte y la fatalidad, en contraposición al sol, que será luz y vida. Así, los elementos lunares pueden simbolizar el futuro esclavo de los aceituneros (“Aceituneros”, Vientos del pueblo):

Jaén, levántate brava, sobre tus piedras lunares

O la tristeza de la patria percibida lejana, que presagia la derrota y la tragedia (“España en ausencia”):

Siento como si el sol se fuera distanciando agonizando en campos opacos y lunares donde os lagos tienen instalado su imperio.

En el Cancionero y romancero de ausencias, compuesto en su última y carcelaria etapa, se percibe a la luna, en oposición a lo solar, como anunciadora de la fatalidad y la desesperanza del amor ausente:

Besarse, mujer, al sol, es besarnos en toda la vida. […] Besarse a la luna, mujer, es besarnos en toda la muerte.

La luna se ha convertido en destrucción, en tumba del sueño amoroso. El amor desaparece porque el día, la vida, desaparece, y ello conduce a la desesperación y tristeza del sujeto lírico. Sin embargo, en algunos de los últimos poemas de MH, la luna reformula su sentido simbólico, y será madre salvadora, símbolo de fecundidad y salvación (“Hijo de la luz”):

Eres la noche, esposa: la noche en el instante mayor de su presencia lunar y femenina. […] El hijo está en la sobra que acumula luceros, amor, tuétano, luna, claras oscuridades


b) Como modelo del proceso creativo del poeta

Las fases lunares pueden remitir simbólicamente también a las fases del proceso creativo poético. Del papel vacío a la plenitud creadora. 








B. El rayo


 A partir de su segunda etapa, aparecen los elementos punzantes como manifestación del vivir doliente, de la pena amorosa interior.  El Miguel Hernández de esta época, 24 ó 25 años, comienza a concebir la vida de un modo diferente a como lo hacía en su Orihuela natal, católica y conservadora. Sus relaciones amorosas frustradas y difíciles, confieren al poeta una sensibilidad diferente respecto al tema amoroso, y adopta una posición preferentemente de yo lírico deseante pero objeto de un profundo dolor ante la frustración de este deseo, un dolor que se hace físico y punzante. Serán frecuentes las imágenes del rayo, los cuchillos, puñales, hachas, espadas, etc:

Un carnívoro cuchillo de ala dulce y homicida sostiene un vuelo y un brillo alrededor de mi vida.

El rayo como símbolo se verá también afectado por la polisemia. Como fenómeno natural tendrá dos acepciones bien diferenciadas en la poesía hernandiana:

• El rayo del sol: positivo, simbolizador de esperanza y vida 
• El rayo de la tormenta: el dolor punzante manifestado físicamente

El rayo queda incluso como título de un poemario, El rayo que no cesa (1934-1935). El deseo de goce carnal tropieza con las reglas sociales y las aventuras amorosas mal enfocadas. El rayo será aquí símbolo de la angustia y la fatalidad de un deseo amoroso que ronda al poeta causando una angustia física y dolorosa. El yo lírico, como un Prometeo moderno, es herido por un rayo cruel y pertinaz que no es otra cosa que la pena amorosa, que acosa al angustiado poeta.

Rayo de metal crispado fulgentemente caído picotea mi costado y hace en él un triste nido


El rayo es el deseo no satisfecho, el rayo es el dolor de la frustración amorosa el rayo es el producto de la tormenta amorosa, del amor atormentado. Y est es el símbolo del tema central del libro y de todo su ciclo. Pero en la siguiente etapa, el ciclo bélico, el rayo se trasmuta en símbolo de la fuerza y el coraje de los soldados; pasa a ser una fuerza positiva. Un poco más adelante (ciclo del Cancionero…) el rayo vuelve a ser destructivo. En el poema “Vals de los enamorados y unidos hasta siempre” el rayo se asocia a los huracanes y a las hachas, como elementos contrarios a la vida y al amor de los enamorados (Miguel y Josefina):

“Huracanes quisieron con rencor separarlos. Y las hachas tajantes y los rígidos rayos.”


c) El Toro 

Junto al rayo, el toro es el símbolo predominante en la etapa de El rayo que no cesa. El toro, símbolo hernandiano por excelencia, le fue familiar desde el entorno de la infancia, el toro campestre y el toro en la corrida, la fiesta nacional. Pero luego ahondó en el estudio del toro con su trabajo en la enciclopedia Los Toros, de Cossío. El toro simboliza la naturaleza en sus primeros poemas y luego la muerte en el ciclo de Perito en lunas (“…el negro toro, luto articulado / y tumba de la espada…”, “…salió la muerte astada,…”). En el periodo de El rayo…, el toro simboliza, cuando anda en el campo, la libertad y la virilidad, el impulso erótico; pero también –en soledad– la ausencia de amor:

“Bajo su frente trágica y tremenda, un toro solo en la ribera llora olvidando que es toro y masculino.” (“Por una senda van los hortelanos”. El rayo que no cesa)

Pero el toro en la plaza le sirve para equiparar el sentimiento amoroso frustrado con el destino fatal; indica, por tanto, el dolor en el conflicto amoroso, la fatalidad y la muerte:

“Como el toro te sigo y te persigo, y dejas mi deseo en una espada, como el toro burlado, como el toro.” (“Como el toro he nacido para el luto”. El rayo que no cesa)

En el ciclo de Viento del pueblo, el toro, opuesto al buey, que señala la cobardía, la derrota y la humillación, indica, por el contrario, el valor del combatiente y del pueblo que lucha por su libertad. Con frecuencia el poeta asocia el toro a otros bravos animales:

“No soy de un pueblo de bueyes, que soy de un pueblo que embargan yacimientos de leones, desfiladeros de águilas y cordilleras de toros con el orgullo en el asta. Nunca medraron los bueyes en los páramos de España…” (“Vientos del pueblo”)


d) El Viento 

En la primera etapa, el viento es para nuestro poeta un elemento más de la naturaleza; pero en sus poemas religiosos, el viento es místico o purificador, es señal evangélica de Cristo. En la etapa de El rayo…, el viento es el aroma de la mujer amada:

“Una querencia tengo por tu acento, una apetencia por tu compañía, y una dolencia de melancolía por la ausencia del aire de tu viento.” (“Una querencia tengo por tu acento”. El rayo que no cesa)

Pero es en la tercera etapa, en la poesía bélica, donde el viento se alza como símbolo predominante ya desde el título del libro, Viento del pueblo. El viento es tanto la voz del poeta como la fuerza del pueblo, al que anima a luchar por su libertad:

“Vientos del pueblo me llevan vientos del pueblo me arrastran, me esparcen el corazón y me aventan la garganta.” (“Vientos del pueblo me llevan”. Viento del pueblo)

En el ciclo del Cancionero y romancero de ausencias, el viento se transforma en un símbolo negativo, el viento es el odio, el rencor, las fuerzas separadoras (el huracán) y destructivas del amor:

“¿Qué quiere el viento del encono que baja por el barranco 
y violenta las ventanas mientras te visto de abrazos?” (“Qué quiere el viento del encono”. Cancionero…)

 e) La Tierra 

Metonimia de la naturaleza, la tierra (la parte por el todo) es la madre, la madre naturaleza. Es también cuna y sepultura del hombre. Hernández expresa un panteísmo esencial con el símbolo de la tierra (“!Qué solemne Morada / de Dios la tierra arada, enamorada”). La tierra es también la agricultura, el mundo rural de su infancia, el trabajo del labriego. En la etapa de El Rayo…, la tierra es la fecundidad del amor, la vitalidad, la germinación de lo que muere para renacer (La muerte estercola y fertiliza: “Yo quiero ser llorando el hortelano de la tierra que ocupas y estercolas”, le dice a Sijé en su “Elegía”)

 f) La Luz y La Sombra 

La antítesis es una de las constantes expresivas de Hernández, especialmente la figura de la contraposición entre lo claro y lo oscuro, pero también lo abierto contra lo cerrado, lo alto y lo bajo (“Morena de altas torres, alta luz y ojos altos”), etc. A lo largo de su trayectoria poética, Miguel utiliza los símbolos de la luz y la sombra –la vida y la muerte– con predominio de uno u otro según el ciclo. En sus primeros poemas tiende a lo alto y lo claro (“Solo quien ama, vuela.”, “Bajo la luz plural de los azahares…”). En sus poemas religiosos, la luz adquiere un matiz místico, tomado de San Juan de la Cruz; pero pronto, en los siguientes periodos, se imponen los contrastes, la luz de la belleza femenina contra las negras sombras de su ausencia o las tinieblas de la muerte. En el periodo carcelario, el del Cancionero…, el poeta se hunde en las sombras (“Beso soy, sombra con sombra…”) para al fin proclamar, desde la serenidad de la derrota bélica y vital, la victoria de la luz contra la sombra; renace la esperanza: “Pero hay un rayo de sol en la lucha / que siempre deja la sombra vencida”



LA NATURALEZA EN MIGUEL HERNÁNDEZ.


Desde siempre ha estado muy ligado Miguel Hernández a la naturaleza, como poeta y como persona. Desde sus cuatro años, el poeta oriolano entra en contacto directo con una naturaleza viva y ella será quien le conceda el primer conocimiento sobre la vida. En ella aprenderá el suceder de las estaciones anuales, el nombre de plantas y animales, sus olores, costumbres, ritos, ciclos de la vida. Su labor como cabrero, asignada por el padre de talante severo, le llevará a aprender a cuidar el rebaño, a limpiar el establo, a recolectar fruta, repartir leche etc… No es de extrañar su arraigo al terruño y la presencia constante de la naturaleza más que en sus temas en su imaginario poético.

Muy pronto, en la adolescencia, empieza a escribir sus primeros versos. Son los escarceos de un adolescente que pretende trasladar al papel los acontecimientos más sencillos de la vida, aquellos que observa cada día. Hay que hablar, por tanto, de una poesía sensorial en sus manifestaciones visual y acústica. 
Del mismo modo, este tipo de poesía es susceptible de ser calificada de cotidiana, pues convierte en materia escrita cuanto sus ojos detectan. 
Estos primeros escritos quinceañeros no son sino notas aún sin terminar que albergan una temática local, ni siquiera regional, ya que es el paisaje de Orihuela lo que describen estos versos iniciales. En los primeros escritos que marcan sus inicios como poeta se advierte ya la estrecha vinculación entre su oficio poético y su cotidianidad en versos como “en cuclillas, ordeño / una cabrilla y un sueño”. 

Asimismo, en estas primeras composiciones imita Hernández aquel modernismo caduco del poeta archenero Vicente Medina y el costumbrismo bucólico del salmantino Gabriel y Galán. Se trata de reminiscencias procedentes de sus lecturas primarias, aquellas que le prestara el canónigo Almarcha, su amigo Carlos Fenoll y las elegidas por decisión propia e instinto lector, sin guía alguna, de sus visitas a la biblioteca pública local. Así pues, a las lecturas citadas hay que añadir la poesía de Zorrilla, Campoamor, Bécquer, Espronceda y Rubén Darío, quien indirectamente le incita a leer un diccionario de mitología del que, más tarde, encontraremos inevitables ecos en la mezcla de palacios con barracas, de campesinos y ninfas, finos perfumes y olor a huerta. El mismo Miguel Hernández reconocerá que sus versos adolescentes se fueron creando “con muchas lecturas”. De Salvador Rueda toma la afición por los paisajes coloristas. La paleta cromática de Hernández oscila desde el azul de su cielo levantino y mediterráneo de Orihuela hasta el verde entendido como vitalismo, color de huerta fértil, vergel, y, en menor medida, el blanco y el negro. El amarillo, unido al fruto del limonero, se asociará consecuentemente a una sensación de amargura y en  Perito en lunas adquiere tonalidad áurea. También su pluma se deja cautivar por la influencia de Jorge Guillén, que es imitado por Hernández siguiendo las décimas de Cántico. Asimismo, se siente atraído por el mítico mundo de García Lorca y su imaginería y la naturaleza virgiliana se deja sentir a través de las “églogas” inspiradas por las lecturas de Garcilaso. 

Con este bagaje personal y poético, aparece su primer libro de poemas, Perito en lunas, donde sigue embelleciendo lo natural a través del empleo de numerosos recursos literarios. Ya en el mismo título aparece el astro lunar, símbolo de fecundidad. Evoca la belleza mediante la flora: azucenas, nardos, lirios, alhelíes, claveles, rosas y el azahar, que inspira una octava y será símbolo del “blanco” a lo largo de toda su poesía (“Al octavo mes ríes con cinco azahares”, leemos en «Las nanas de la cebolla», en su último poemario). Pero no sólo la flora, también la fauna forma parte del corpus de su naturaleza: el toro y el gallo inspiran sendas octavas y el “toro” será un símbolo omnipresente en El rayo que no cesa. El paisaje levantino, a su vez, se revelará en su admiración por la palmera (“alto soy de mirar a las palmeras”, dice en «Silbo de admiración de aldea»). La higuera, elemento del huerto del poeta que estará siempre presente en su poesía (“Volverás a mi huerto y a mi higuera”, le dirá a Ramón Sijé en su «Elegía»), adopta una connotación erótica en Perito en lunas: es un símbolo de lo masculino y viril; su connotación erótica se manifiesta aquí y la planta que estuvo consagrada a Dionisio se hace símbolo fálico al hablar del acto de la violación en los siguientes términos: “su más confusa pierna, por asalto, /  náufraga higuera fue de higos en pelo / sobre nácar hostil, remo exigente” («Negros ahorcados por violación»). También el agua («Gota de agua») alberga connotaciones eróticas. 

A partir de El rayo que no cesa, la naturaleza no sólo será fuente u objeto de inspiración, sino que se imbricará en el imaginario poético de Miguel Hernández, quien cuando derrama lágrimas es “hortelano”.  
Así, el limón, que fue primero un elemento de inspiración de su entorno de la vega, luego, en El rayo que no cesa, pasa a ser símbolo de la pena de amor: recordemos que ese limón que la amada le tira, símbolo erótico de su pecho, provoca una herida de “una picuda y deslumbrante pena” («Mi tiraste un limón y tan amargo»). 
Vergeles y sus variadas flores son también elementos del mundo poético-simbólico de Hernández en los poemas amorosos: “No salieron jamás / del vergel del abrazo. / Y ante el rojo rosal / de los besos rodaron” («Vals de los enamorados y unidos para siempre», del Cancionero…). Junto a las rosas y rosales, también el jazmín y el clavel son símbolos florales: “En ti tiene el oasis su más ansiado huerto: / el clavel y el jazmín se entrelazan…” («Orillas de tu vientre», en Cancionero…). 
El símbolo del “oasis” para representar a la amada (también en «Casida del sediento») y la referencia a la fertilidad del “huerto” (recordemos: “Volverás a mi huerto y a mi higuera…”) son constantes en la poesía de Miguel Hernández y en «Orillas de tu vientre» se unen al deseo amoroso desde la ausencia, como la “granada” (“Granada que has rasgado la plenitud de su boca»), la “zarzamora” (“Trémula zarzamora suavemente dentada / donde vivo arrojado”) y las “amapolas” (“Aún me estremece el choque primero de los dos; / cuando hicimos pedazos la luna a dentelladas, / impulsamos las sábanas a un abril de amapolas, / nos inspiraba el mar”). 
En este vergel, los “cardos” son penas («Umbrío por la pena…») y los “nardos” la belleza pura de la blancura, que también se simboliza en los “jazmines” y el “azahar”. 
 También diversos fenómenos atmosféricos se dejan sentir en la naturaleza simbolizada y simbolizadora de la poesía hernandiana, siempre ligados a la fuerza de los sentimientos, al “corazón desmesurado” del poeta, o a la idea de libertad.
 Por un lado, encontramos el campo léxico del “viento”: “huracanado”, adjetivo que abunda a lo largo de todos los poemarios; “huracán” y “vendaval” (en “vendaval sonoro” lleva el toro, símbolo del poeta, en su cuello: «Sino sangriento»); “aventar” (“Vientos del pueblo me llevan… y me aventan la garganta”) y “viento”, la voz del pueblo en Vientos del pueblo. Por otro lado, el campo léxico de la “tormenta”, simbolizando el dolor (por el amor y la muerte): “relampaguear ” (“corazón que en tus labios relampaguea” , en «Nanas de la cebolla»), “rayos” (“¿No cesará este rayo que me habita…?). Todos estos elementos atmosféricos se conjugan con el huerto hernandiano en la «Elegía» a Ramón Sijé, poema cuya imaginería irradia de la naturaleza del entorno oriolano del poeta. 
De la naturaleza son los símbolos del dolor desde el mismo momento en que el poeta, con sus lágrimas, es el “hortelano de la tierra que estercola” su amigo muerto y grita su dolor andando sobre “rastrojos de difuntos” y levantando en sus manos “una tormenta de piedras, rayos y hachas estridentes…”. Y de la naturaleza más suya (“mi huerto y mi higuera”) son los símbolos de la esperanza que irradia la amistad, su “huerto”: las abejas y sus ceras, el “alma colmenera” que “pajareará” por “los altos andamios de las flores”, el “campo de almendras espumosas”, “las rosas del almendro de nata”…
 Por otra parte, la poesía hernandiana se alimenta de símbolos del animalario. Desde El rayo que no cesa hay un paralelismo simbólico entre el poeta y el toro de lidia, destacando en ambos su destino trágico de dolor y de muerte, su virilidad, su corazón desmesurado, la fiereza  y la pena. Frente al “toro”, el “buey” es el vasallaje del enamorado, tal y como lo vemos en «Me llamo barro aunque Miguel me llame», poema que expresa una entrega servil hacia la amada, “como un nocturno buey”. Precisamente, en contraposición con el “toro”, el “león” y el “águila”, el “buey” representará después, en «Vientos del pueblo», la mansedumbre, la sumisión y la cobardía: “Los bueyes mueren vestidos / de humildad y olor de cuadra: / las águilas, los leones / y los toros de arrogancia, / y detrás de ellos, el cielo / ni se enturbia ni se acaba”. Por su parte, el ruiseñor, símbolo de la primavera en huerto hernandiano, se hará en «Vientos del pueblo», símbolo del “poeta-cantor del pueblo: “Cantando espero la muerte, / que hay ruiseñores que cantan / encima de los fusiles /y en medio de las batallas”. Las aves cantoras son símbolo de poesía y libertad; así, siguiendo la estela del ruiseñor “del pueblo”, en «Nanas de la cebolla», encontraremos abundantes imágenes referidas al “vuelo” (“Tu risa me hace libre, / me pone alas” / “La carne aleteante” / “Vuela niño”) y a pájaros
como la alondra (“Alondra de mi casa”) o el jilguero (“¡Cuánto jilguero / se remonta, aletea, / desde tu cuerpo”), que simbolizan al hijo, la delicadeza y el poder liberador de la infancia.

En general, como venimos observando, las metáforas y los símbolos de la poesía de Miguel Hernández, además de estar muy elaboradas, poseen la peculiar cualidad de resaltar situaciones y objetos comunes de la vida diaria. Así en la citada «Elegía» o en su lamento a la muerte del poeta García Lorca, donde leemos: “Primo de las manzanas, no podrá con tu savia la carcoma, / no podrá con tu muerte la lengua del gusano, / y para dar salud fiera a su poma / elegirá tus huesos el manzano” («Elegía primera», en Vientos del pueblo). Con esta bella metáfora Hernández nos dice que esa muerte no acallará su voz y cita los huesos, como elemento más resistente a la descomposición del cuerpo para expresar la perpetuidad de Lorca. 
Esa cotidianidad de la naturaleza que se encarna en poesía se encuentra también en las «Nanas de la cebolla», donde la mención al bulbo es metafórica, y, a la vez, es la descripción de una realidad, la que le cuenta su esposa por carta sobre el hambre que padece con su hijo: “La cebolla es escarcha cerrada y pobre, escarcha de tus días y de mis noches, hambre y cebolla, hielo negro y escarcha grande y redonda”.
 Esa cercanía a la naturaleza circundante se hace “arraigo” cuando el poeta se refiere a la tierra. En El rayo que no cesa, la tierra era “barro” a los pies de la amada («Me llamo barro, aunque Miguel me llamo»), pero desde Vientos del pueblo en adelante la tierra será la “madre”. Así, en «Madre España» (en El hombre acecha), el poeta se siente unido a la patria “como el tronco a su tierra”: “Decir madre es decir tierra que me ha parido”. A su vez, nos encontramos con el símbolo del tronco y de los árboles, hijos de la tierra, que son los hombres del pueblo y el mismo poeta (“Acércate a mi clamor / pueblo de mi misma leche, /árbol que con tus raíces / encarcelado me tienes, / que aquí estoy para amarte / y estoy para defenderte / con la sangre y con la boca / como dos fusiles fieles”, leíamos en «Sentado sobre los muertos», en Vientos del pueblo). Ese mismo imaginario de la “madre tierra” se encuentra en «El niño yuntero» (de Vientos del pueblo): “empieza a vivir y empieza / a morir de punta a punta / levantando la corteza / de su madre con la yunta / Cada nuevo día es / más raíz, menos criatura.” 
 Finalmente, si la tierra es el arraigo, la madre, como el “vientre” de la esposa, el mar es tanto el amor como la muerte: “Ventana que da al mar, a una diáfana muerte / cada vez más profunda, más azul y anchurosa"